martes, 15 de diciembre de 2015

El desencuentro (Cuento)




A Luis siempre le había parecido absurdo concertar alguna cita por el chat, pues eso era, según sus propias palabras, “señal ineludible de inmadurez y desesperación”. Sin embargo, terminada la conversación con Lorena, supo que no estaba tan lejos de su forma de vida normal. ¿No había resultado muy osado lanzarse de esa manera y por chat? No, no había sido así. Después de todo no era una desconocida. Precisamente, la había conocido porque ambos tenían el enlace de un amigo de la universidad, tal vez del primer año, con el que se hizo algún improvisado trabajo grupal y que luego se perdió en las reservas de matrícula, las clases del turno noche o la variación del ciclo de estudios por llevar pocos créditos. Había conversado con ella en tres ocasiones y, entre los comentarios de la mejor discoteca de Barranco para los fines de semana o del último grupo de rock que llegó a Lima, había logrado invitarla a salir.

La luz del monitor iluminaba su rostro con un color fluorescente y luego de releer el cuadro de Messenger que contenía la última parte de la conversación donde encontraba el sí a su pregunta de salir juntos, fue a consultar otra vez su página personal. Cliqueó hacia la barra de direcciones y pudo encontrarla con rapidez. No había duda: lo que en verdad lo impulsó fueron las cosas que pudo leer y ver en su Face. En ella pudo descubrir una serie de datos que, desde el momento en que la vio como posibilidad, había revisado con esmero (edad, música preferida, links favoritos, etc.), para ver si tenían algo en común o, en todo caso, tener más recursos con qué orientarse en la conversación. Pero fue su foto de perfil lo que en verdad lo cautivó. Había sido tomada de cerca, en lo que parecía un parque público un día de primavera, ella mostraba su abundante cabello negro, iluminado con el brillo de sus ojos pardos, que se deslizaba sobre sus hombros desnudos, y que le daba la apariencia de ser sumamente delgada. En ella, abrazaba amorosamente a un perrito blanco que contrastaba maravillosamente con su piel.

A él le hubiera gustado ser ese perrito.

Lorena era un verdadero sueño pero Luis se dio cuenta que era momento de dormir. Ya había cerrado su sesión del Messenger y lo único que le quedaba era abandonar esa preciosa imagen apagando la computadora. Tenía que dormir necesariamente, tal vez unas tres o cuatro horas, para no tener la apariencia de haber trasnochado, pero se arrepintió, canceló la opción “apagar” y abrió una nueva ventana para ver a alguien más entre sus contactos. Ubicó su lista y encontró aquel nombre que había dejado en el pasado y que, sin embargo, buscaba todas las noches, sin quererlo o no, como un tópico permanente en su vida: “Gabriela Salazar / 28 de febrero / Lima, Perú”. Su foto era la misma de siempre, sonriente, con su cabello ensortijado cubriéndole los hombros y una chompa negra que ocultaba su figura. Le gustó verla otra vez pues, al ser la marca visible de un pasado demasiado reciente, le permitía constatar que su decisión de separase de ella se mantenía invariable. Recordó que le había dicho, hacía ya mucho tiempo, empujado por una cuota normal de celos, que cambiara esa foto pues, a pesar de la ropa, tenía una manera muy coqueta de posar en ella. Y ahora, al verla otra vez, la sintió más distante que en otras ocasiones, recordó, sin sobresaltos, que la había amado con la misma pasión inconfundible del que se enamora por primera vez, pues fue con ella con quien tuvo su primera relación, como también del juramento que se hicieron de no verse jamás las caras y odiarse toda la vida. Había querido sacarla de la lista de contactos, pues ya era demasiado tenerla en cada recuerdo involuntario o, peor aún, encontrarla involuntariamente en algunos lugares, y lo hizo en ese momento (clic derecho y listo) con la seguridad de que ella ya lo había hecho desde hacía mucho. Ya era la ocasión de sacarla de sí y pensar en otros horizontes… Lorena, por ejemplo.

Sólo era cuestión de esperar y disfrutar de lo que venga…


***

Pudo dormir hasta tarde pero los sonidos cotidianos de la mañana eran ahora interrumpidos por un golpe sordo que hacían temblar las ventanas. Los bocinazos de su tío le indicaron que era mejor apresurarse y no exponerse luego a un incómodo viaje en combi.

— ¿Listo?—decía el tío mientras probaba con su enorme cuerpo la amortiguación del auto.

— Listo—respondió desde una ventana.

Ahora que su tío lo esperaba, con el auto encendido, para llevarlo al centro de la ciudad, pensó que la salida de esa tarde sería una oportunidad para reiniciar su vida con algo distinto y disfrutar de su existencia, sin los tormentos propios de un amor penitente que enclaustraba las posibilidades de la amistad y el compañerismo. Sus amigos le habían reprochado desde el principio que su relación con Gabriela haya sido demasiado absorbente, y que por eso ya no tuvieran los contactos de antes. Pero eso ya había quedado en el pasado, se consagraría a sus amigos y a todas las posibilidades que llegaran en el futuro.

Ahora tenía que bajar de inmediato pues su tío iba a empezar a gritarle.

—Oye, vas a subir o no —le dijo mientras tocaba frenéticamente la bocina.

—Voy —respondió Luis trepando al auto de inmediato.

Vivía en Villa María, en los “arrabales del sur” como solía decir, y acompañaba a su tío las más de las veces al Centro de Lima pues este trabajaba en una oficina de la avenida Tacna cerca de su universidad. Como en otras ocasiones, calculó que demorarían una hora o más llegar hasta el centro. Lorena lo estaría esperando en el Torky´s de la avenida Wilson para comer y luego ir a ver una película recomendada, en uno de los cines del jirón de la Unión.

—Tío, yo bajo por aquí mejor —indicó dirigiendo su mirada a la entrada del jirón Quilca.

— ¿No ibas a la universidad? —preguntó su tío mientras se estacionaba.

—Hoy no tengo clases, sólo vengo a ver a una flaca —respondió con una sonrisa.

—Ah, buena sobrino, no olvides llevarla a un buen lugar —afirmó el tío mientras le palmeaba la espalda al ir saliendo del auto—. Yo creo que te voy a cobrar la movilidad la próxima vez, Casanova.

Luis le hizo adiós con la mano y se dirigió luego a Quilca para pasear un rato, pues había llegado temprano. Tal vez encontraría un buen libro para hojear o, mejor, un par de amigos con los que podría tomar un par de tragos antes de su encuentro con Lorena.

Se dirigió al primer puesto que vio luego de esquivar a los noctámbulos que salían del Averno y otros lugares similares, muchos de ellos visitados por escritores consagrados o profesores de literatura que se alimentaban, de vez en cuando, con una cuota normal de alcohol y marginalidad. Al ver los estantes y los libros en ellos, notó que no era el puesto que buscaba. Era uno de los tantos que iban brotando por ese lugar, especializados en medicina o administración. Los odiaba, pues sus libros, los que guardaba como joyas en su biblioteca, no podían ser así, voluminosos y fríos, sino aquellos escritos por gente de verdad que daba su vida en ellos. Retrocedió inmediatamente de la entrada y volteó sin pensarlo dos veces, sobre todo porque una de las vendedoras del lugar, obesa y con un periódico chicha en la mano, lo iba a abordar ya con el último libro de “El secreto” o, peor, con la novedad bibliográfica de “Yo le robé al que se robó tu queso”.

Caminó al siguiente puesto y lo reconoció de inmediato. No tanto por los cientos de libros apilados que llenaban la atmósfera de una inabarcable y rancia sabiduría sino por la figura acurrucada y envuelta en fardos que, frente a un vetusto computador tan empolvado como los libros que lo rodeaban, tecleaba furiosamente.

El cholo José levantó la mirada y esbozó una sonrisa.

—Hola hermano, qué milagro —dijo mientras estiraba los brazos para distender su espalda.

—Hola hombre, qué tienes para mí —preguntó mientras trataba de reconocer entre los estantes algún libro nuevo.

—Tengo un par de cosas que te pueden gustar —el cholo José se levantó y acomodó su silla con rapidez—, pero tienes que ver esto primero…

Luis se aproximó y vio cómo el cholo José hacía un movimiento rápido con el mouse para abrir una carpeta.

—De hecho que te va a gustar —dijo mientras seleccionaba una de las imágenes del archivo— porque tú has estudiado literatura, ¿no?

Luis asintió y pudo ver en la computadora la imagen escaneada de una vieja revista (¿o periódico?) de comienzos del siglo pasado. Las páginas eran enormes y con el clásico color amarillento de los años trascurridos.

—Mira, qué chiste… —comentó el cholo José cuando se detenía por azar en una de las páginas escaneadas que decía en grandes moldes “EL PERÚ HA DECLARADO LA GUERRA” y en la página siguiente, en letras pequeñas, “le ha declarado la guerra al aburrimiento porque todos tomamos Pilsen Callao. Auténtica amistad, auténtica cerveza”—, estos peruanos del ayer eran unos pendejos jaja.

A los pocos segundos, se detuvo otra vez, ahora en la parte final de una las páginas.

— Aquí está.

Luis vio un poema cortado en dos, pues los tres versos finales acababan en la siguiente hoja. En esta también figuraba el nombre del poeta: Carlos Oquendo de Amat.

—Es un poema inédito, “El hombre sin brazos” de Carlos Oquendo de Amat —dijo el cholo José con visible orgullo —, ya le vendí la primicia a un profesor de San Marcos para que lo publique junto con un estudio preliminar—empezó a frotar sus manos distraídamente—. Caminar entre cachineros los domingos me ha traído frutos y además, mira —señalando unas revistas apiladas—, conseguí algunos números de Mundial y Variedades.

—Una de estas te acompaño a buscar…

—Claro, pero tienes que venirte como pordiosero, de lo contrario te pueden calatear —dijo cerrando el archivo. A Luis le hubiera gustado leer otra vez el poema.

—Mándamelo —pidió señalando la computadora—, para enseñárselo a mis colegas.

—Nada, compadre, hasta que se publique —el cholo José se levantó sonriendo y se acercó a uno de los estantes—. Te dije que tenía un par de cosas para ti.

Revisó los dos libros que le alcanzó pero no se convenció por ninguno. Uno de ellos se iba a deshojar en un par de semanas y el otro era demasiado erudito, recargado con notas a pie de página.

Después de una breve conversación, se despidió e incursionó en otros puestos para seguir matando el tiempo hasta que llegara la hora de encontrarse con su cita.


***

La vio bajar de un bus enorme de la línea 33B, tan morado y antiguo como la misma procesión del Señor de los Milagros. Vestía de negro y no llevaba abrigo. Luis vio cómo ella caminaba hacía él para luego prodigarle un ligero beso en la mejilla. Se veía muy bien, no había duda, con unos tacos que estilizaban su cuerpo y un primoroso maquillaje que recién apreciaba, en ella y en cualquier mujer, pues su ex nunca se animó a usar tales cosas (“Es cosa de viejas, amorcito, y además maltrata la piel. Tú sabes que sólo uso mi labial, con eso me defiendo…”) Por supuesto, Lorena era diferente y él empezaba a disfrutarlo con sólo contemplarla.  

—Hola Luis, disculpa la demora. No pude llegar antes —dijo con ojitos tristes—, ¿me esperaste mucho?

— No te preocupes —dijo acercándose más a ella— que yo era el que tenía miedo de no haber llegado a tiempo.

—Eres muy lindo, pero seguro me estás mintiendo y me has tenido que esperar, ¿no?

—Bueno, creo que un poquito —contestó con una sonrisa dulce.

—Qué tierno eres, Luisito. Te prometo que no volverá a pasar.

La pollería estaba a unas cuadras por lo que la tuvo que escoltar hacia el lugar. A pesar de lo ruidoso de la avenida Wilson pudo escuchar el rítmico taconeo de Lorena mientras avanzaba y lo disfrutó. En pocos segundos, llegaron a la primera parada que había planeado para esa salida.

El lugar tenía el aspecto de toda pollería que se precie, iluminado con luces de neón, verdes, amarillas y rojas que se correspondían con los mismos colores de los chisguetes que contenían las peruanísimas cremas, indispensables en cada una de las mesas. Por supuesto, las presas que salían del horno industrial eran colocadas en la vitrina más próxima a la calle para convertirse en tortura o afán de consumo de los transeúntes. El movimiento al interior era intenso, los mozos con amarillentos mandiles iban de un lugar a otro con enormes de bandejas que equilibraban con una sola mano y en cuya cima se encontraba, casi siempre, un pollo entero, junto con su ración de papas, ensalada y gaseosa. Al ser un lugar reducido, aunque de dos niveles, la proximidad del horno hacía que el vapor se impregnara en la ropa dejando constancia de lo que se comía mucho después. 

—Qué suerte que me hayas invitado hoy —dijo Lorena mientras extendía su humectado cabello hacia atrás.

— ¿Por qué?

— ¡Porque me moría de ganas de comer un pollo a la brasa! —exclamó en el preciso momento en que dirigía su diminuta y graciosa nariz a la mesa contigua—. Huele rico, ¿no?

—Claro. Espera, voy a pedir —extendió la mano y gritó—, ¡mozo!

—Espere un momentito —contestó uno de ellos que se dirigía raudo a una mesa voraz—, ahora lo atiendo.



—Y después, ¿a dónde me vas a llevar? —preguntó ella dirigiéndole un sonrisa atrevida que remarcaba el brillo de sus labios gruesos— No me has dicho nada hasta ahora.

— Vamos a ver una película, ¿qué te parece?

— Pero, ¿cuál?

—Se llama Hostal 2

— ¿No es una de terror?

—Creo que sí…

—Pero me va a dar mucho miedo… —Lorena se acurrucó mientras hacía un breve puchero.
— No va a pasar nada, además vas a estar conmigo.

— ¿Me puedo abrazar a ti?

—Claro.

—Qué lindo eres.

Luis le sonrió con picardía y la miró fijamente, pero pudo notar que el mismo mozo pasaba veloz y no se detenía en su mesa.

—Mozo, estoy esperando.

—Un segundo, señor. Acabo este pedido y estoy con usted —contestó ajetreado.

—Pero esas personas llegaron después…, atiéndame primero —reclamó.

—Está bien, señor, qué desea.

—Luisito, primero que limpie la mesa. Está un poco sucia.

—Ya escuchó a la señorita.

—No tengo con qué limpiar ahora. Deme su pedido —explicó apresurado.

—No tengo dónde apoyarme, me voy a ensuciar.

—Un momento, ¿qué va a pedir?

—Dos cuartos de pollo, ensalada y papas.

—Ahorita se los traigo—el mozo se retiró veloz con su grasosa carta de pedidos.

—Ése debería traer algo con qué limpiar —comentó enojada Lorena mientras examinaba sus mangas—, ¡ay, me manché!

—Aquí está su pedido —dijo el mozo que se había deslizado presto de un extremo a otro y ya iba colocando los platos con pollo y demás complementos frente a los dos mientras Lorena miraba una sus mangas.

— ¡Pero no ha limpiado la mesa! Mire, me he ensuciado por su culpa.

— Disculpé, señorita, aquí traigo el trapo —el mozo sacó una cosa negruzca y húmeda que tenía algunos restos de ensalada entre sus pliegues—. En un segundo lo dejo limpiecito.

—Agghh, es usted un asqueroso.

—Servidos, que les aproveche —invitó el mozo mientras le daba la última vuelta al trapo sobre la mesa y se marchaba sin escuchar a nadie.

—Tranquila, flaquita, todo está bien. Acabemos de comer y nos vamos al cine, ¿sí?—pidió Luis tratando de tranquilizarla y rogando que no se le malograra el plan.

—Ok, flaquito —contestó ella un poquito alterada pero feliz con la sonrisa conciliadora de él—, pero jamás regreso a este lugar…

—No te preocupes. No te vas a acordar de este sitio otra vez —le sonrío aliviado en el preciso instante que dirigía su puntería a una hilacha de pollo.

A pesar de la mala elección del lugar, Luis notó que Lorena se encontraba contenta mientras comía lentamente sus papas fritas, levantando el tenedor hacia sus labios provocativos y mirándolo ávida de escuchar otra de sus anécdotas que resultaban para ella de una gran novedad. Luis se sorprendió. Hacía mucho tiempo que no era capaz de mantener una conversación tan agradable y entretenida con alguien, sobre todo con una fémina que le llamara la atención. Tal vez la razón era el tiempo transcurrido con Gabriela. La relación con ella lo llevó a sentirse nada interesante, ya que cada uno sabía absolutamente todo lo del otro, las anécdotas originales habían desaparecido de inmediato y el trajín de la relación había vuelto todo un mayor sinsentido. Por suerte, eso había quedado atrás, Lorena se deslumbraba ahora con sus maneras y su sentido del humor. No había duda de que lo mejor había sido enterrar a Gabriela en lo más profundo, junto con su rostro adusto y su afán de cuestionarlo y criticarlo cada vez que se “equivocaba” con ella.

— ¿Listo? —le preguntó cuando notó que dejaba el último huesito en el plato.

—Vamos —Lorena se limpiaba delicadamente los labios e inmediatamente después abría su diminuta cartera para sacar un espejito que le dijera que era la más bella y lo sería más con un toque de maquillaje—, me va a gustar ver esa película junto a ti —agregó coquetísima.

— ¡Mozo, la cuenta!—gritó Luis mientras deslizaba su mano a la parte posterior de su pantalón para sacar su billetera. Tuvo que elevarse unos centímetros de la silla para poder sacarlo de su bolsillo sin problemas, pero sólo sintió la tela suave de su pantalón (algo apretado, como le gustaba en salidas como ésta).

— ¿Te pasa algo, Luisito? —le preguntó extrañada Lorena al ver su rostro alarmado.

—No, nada, sólo que no encuentro mi billetera.

— ¿En serio? —Lorena abrió más los ojos en señal de alerta pero luego esbozó una sonrisa. — Qué mentiroso eres. Ahora no te voy a creer nada de lo que me dices por gracioso.

—No estoy seguro dónde lo he puesto, debe estar por aquí…—Luis se levantó completamente de su asiento y empezó a palparse ambos bolsillos traseros e, inútilmente, los delanteros.

— ¿No se te habrá caído por el piso? —Preguntó Lorena en un tono más alarmado— Fíjate si no está cerca de tu silla —dijo mientras levantaba un poco el mantel y bajaba la cabeza para verificar.

—No, no hay nada…

— ¿No lo habrás perdido en la calle?

—No sé…

— ¿No lo habrás olvidado en tu casa?

—No creo —contestó casi sin pensar pero de pronto su ademán de insistente búsqueda se detuvo y recordó que durante su viaje y el recorrido que hizo por Quilca no había comprado nada. No había pagado la movilidad puesto que su tío lo había traído en su auto, ningún libro o revista lo habían movido a gastar y no había encontrado amigo alguno para tomarse una cerveza. Después de unos segundos más de constatación tuvo que decirle: “tienes razón, lo he olvidado en mi casa”.

— ¿Y qué vas a hacer? De hecho que ya no podremos ir al cine —comentó compungida Lorena.

— ¿No podrías prestarme para pagar? —preguntó Luis alarmado.

— ¿Qué? —contestó indignada— No, papito, yo no tengo nada. No creí que iba a tener problemas con alguien como tú…, pero creo que me equivoqué.

Luis notó que lo último que le dijo hizo que ella agriara el rostro tanto que recordó a Gabriela. Era el colmo. Él no había tenido la culpa y sin embargo ella lo miraba como si fuera la peor cita de la historia. Sus palabras dulces y sus gestos provocativos habían desaparecido y sólo había quedado de ella el bamboleo impaciente de uno de sus pies que en verdad lo exasperaban. No tuvo duda de que cuando saliera del aprieto probablemente no la volvería a ver, pues se había convertido para ella en un paso en falso.

Para ser su primera salida después de Gabriela todo había terminado en un verdadero “desastre”.

—Mira —en un tono que insistía ser conciliador y que buscaba estar acorde con sus esperanzas aún no perdidas—, mi tío trabaja cerca de aquí, en la avenida Tacna. Tal vez me pueda prestar algo de dinero para pagar. Sólo tendrías que esperar un poco, ¿está bien?

— Ok, pero deja tu casaca —dijo Lorena—. No vaya a ser que te vayas y me dejes sola con la cuenta.

“Era el colmo, pensó Luis, verdaderamente el colmo. Esta flaca alucina que ha salido con un estafador o algo peor, ¡cómo me va a decir algo así!” Su sorpresa resultó mayúscula cuando notó que ella seguía inmutable, sin el gesto inmediato de alguien que ha cometido un imperdonable desliz, como si no le hubiera dicho nada que lo pudiera ofender. Él sólo atinó a decir algo que seguía siendo conciliador, sí, pero para él mismo, para no mandarla…, muy lejos.

—No te preocupes —le dijo palmeando su casaca colocada en el espaldar de la silla—, yo la dejo aquí y pronto regreso.

—Sí, pero no te demores.

Al salir a la calle respiró el aire frío de ese atardecer invernal en Lima. Volteó hacia la ventana de la pollería y, entre las cabezas de los comensales, distinguió a Lorena con ese gesto antipático en el rostro. Le provocó irse y no volver a entrar al local para darle una lección, pero recordó que ella tenía su bendita casaca y, por lo atrevida que era, sería capaz de regalársela al mozo para que la dejara salir. Luis caminó hacia la avenida Tacna con la convicción de que, apenas recibiera el dinero de su tío, llegaría donde ella y, luego de pagar la cuenta, se despediría inmediatamente de aquella flaca que le había hecho más amargo el problema.

Poco después pudo divisar la oficina de su tío que era una de las más negruzcas por el smog de la avenida Tacna. Subió las vetustas y empinadas escaleras, pero sospechó que le iba a ir mal pues el ambiente donde trabajaba su tío se encontraba cerrado, cosa que sucedía en pocas ocasiones, pues, por experiencia personal, sabía que esta permanecía abierta para así no intimidar a los inopinados clientes que se arriesgaban a subir. La puerta cerrada podía significar muchas cosas, pero sobre todo anunciaba la llegada de algún representante de la Sunat o un cliente enojado que vino a reclamar por un trabajo incompleto.

                —Jovencito, ¿cómo está? ¿Viene a ver a su tío? —Luis escuchó una voz amable a sus espaldas y de inmediato supo que era Pedrito, el ayudante de limpieza de la oficina.

—Hola, Pedrito. ¿Estará por aquí mi tío?

—No, jovencito, salió a visitar a su compadre en Comas. Lo llamó para un negocio, creo —contestó Pedrito con la escoba levantada unos centímetros del suelo y una permanente sonrisa provinciana, agradecida y amable.

—Bueno, Pedrito, dile que vine para pedirle un favor. Ya lo veré en la casa.

—Ya, jovencito, hasta luego.


Se deslizó rápidamente escaleras abajo y ya en la calle sólo atinó caminar de regreso a la pollería sin saber en realidad qué iba pasar. Alucinó que tendría que tendría que lavar platos por unas horas pero luego se acordó que eso sólo lo había visto en películas y series gringas. Unos momentos después ya había cruzado la puerta de entrada de la dichosa pollería.

—Te has demorado —le dijo ella apenas él se sentó, sin la menor intención de ser agradable.

—Mira, Lorena, lo que pasa es que no encontré a mi tío, subí a su oficina y no…

— ¡Qué! —Lorena se levantó de inmediato y cogió veloz su diminuta cartera—. Mira, no voy a perder más mi tiempo contigo, me voy —se acomodó el vestido y caminó con sus ruidosos tacos—. Eres de lo peor…, no te atrevas a llamarme otra vez, ¿ok?

Luis vio cómo Lorena traspasaba la puerta y mandaba al diablo al primer ambulante que se acercó a ofrecerle un turrón arequipeño. No pudo dejar de sonreír con el gesto iracundo de ella y suspiró aliviado al no tener que soportarla un segundo más. Era lo mejor…

Pero al poco rato recordó dónde se encontraba y por qué. Le hubiera gustado mandar al diablo al mozo que vendría a pedirle la cuenta y a Lorena que ya instalada en su paradero era la prueba viviente de lo difícil que era seguir después de su desastrosa relación con Gabriela. “¿Y ahora qué? ¿A quién le pido plata?”, pensó mientras abarcaba con su mirada a todos los comensales sin reconocer absolutamente a nadie.

— ¿Qué más me puede pasar hoy, por Dios? —murmuró.

La pregunta que había lanzado a este mundo sordo e indiferente sin esperar respuesta se resolvió inmediatamente ya que, segundos después, entraba a la pollería una despampanante Gabriela en compañía de un tipo mucho más alto y apuesto que él, con ese inconfundible y diabólico tono de labial en la boca. 

—Señor, disculpe —dijo el mozo al acercarse—. Estas personas van a ocupar la mesa, ¿podría cancelar ya su cuenta, por favor?

—Hola, Luis, ¿cómo estás? ¿Por qué tan solo? —le preguntó Gabriela en un malintencionado saludo y que era para él la última banderilla de la noche.




Álex Romero Meza
Lima, 18 de febrero del 2012





domingo, 13 de diciembre de 2015

LA FINAL DEL MURO (Cuento)*




Atravesó con rapidez las aulas del primer piso y pensó inmediatamente en las escaleras. Aún faltaban cinco minutos para que inicie el recreo y comience a extenderse la noticia por todos los salones. Tenía que darse prisa. Lo que sucedió en el baño de varones al comenzar la mañana pronto sería objeto de ironías y murmuraciones en torno a ella y él, las apuestas —todas desfavorables— correrían de un lado a otro durante el intermedio y el cambio de profesores. No había remedio, el desafío estaba hecho.
Volteó ligeramente la cabeza cuando estaba a punto de bajar las escaleras y pudo ver el reflejo de su rostro en las ventanas del segundo “A”: se vio sudoroso y agitado: “¿cómo reaccionará?”  Los alumnos del segundo “A” seguían con impaciencia la clase de Historia del profesor Rodríguez. La llegada promisoria del recreo generaba una atmósfera de expectativa en el aula que contrastaba con el ambiente de aburrimiento y sopor que envolvía el rostro regordete del profesor. Los alumnos, removiéndose en sus asientos, seguían los movimientos indolentes de aquella figura informe que, indiferente, continuaba mencionando nombres y fechas, y una serie de datos que nadie recordaría después del examen. “Falta poco para el recreo”, pensó.
Bajó de tres en tres las escaleras y tuvo cuidado en pasar silenciosamente por la oficina del auxiliar que continuaba sellando mecánicamente los cuadernos de asistencia.
Pudo llegar al pabellón de Primaria, y empezó a caminar con mayor tranquilidad. Se dirigió entonces al punto de reunión de todos los días. Pero antes de esto, antes de dirigirse a la biblioteca donde se encontraría con Chamba y Nizama (que lo esperaban con sus respectivas ironías), apareció ante él la imagen de Marlene que lo atormentaba una vez más: “te quiero, en verdad te quiero, el idiota de Rudy…”
—Pero aquí tenemos a nuestro retador —declaró Nizama en tono solemne al notar la presencia de Mario—, ¿listo para el encuentro de hoy?
—No lo jodas, Nizama —su rostro marcado por el acné expresaba sinceridad—, somos sus amigos y tal vez él no quiera…—Chamba le dirigió una mirada tímida e interrogativa y dudó en terminar la frase—, tal vez no quiera…
—Yo quiero romperle la boca a ese imbécil —Mario aclaró en voz baja pero firme, tratando de disimular su indignación, indignación que no se reducía a lo que había escrito Rudy sobre ella en el baño, sino también en el recuerdo doloroso de cómo ella y sus amigas correspondían a las bromas obscenas de éste, “¿acaso no se lo merecía?”
—Al contrario él te la va a romper a ti. Rudy es capaz de pegar a uno de quinto como si nada, —Nizama agrandó los ojos en señal de admiración golpeando con el puño la palma de su mano. Sonrió— ¿recuerdan lo del flaco Avellaneda?
—Sí, claro —declaró Chamba con gesto elocuente— Casi lo destroza. Por algo su viejo enseña artes marciales en la municipalidad, ¿recuerdas su foto con el alcalde?
—Si nosotros no hubiéramos aparecido en el baño, ahorita no estarías entre nosotros —rió Nizama y se persignó—, ahorita estaríamos celebrando el funeral y consolando a la pobre viuda, ¿te imaginas?
—¿Qué viuda? —preguntó Mario intuyendo la respuesta.
—¿Quién más? —Insistió Nizama divertido— Marlene. Nadie se ofende tanto por una chica y sobre todo frente a Rudy. Todo el mundo sabe que te mueres por ella.
—Mentira —dijo Mario con voz nerviosa—, sólo me jode que ese retrasado mental haya escrito esas asquerosidades en el baño. Lo hubiera hecho por cualquiera.
—No mientas —apoyó Chamba— todo el mundo lo sabe. Yo vi cómo te incomodabas la noche pasada cuando el cholo José empezó a hablar de las piernas de Marlene. Hasta aseguró que las había tocado. Casi lo matas con los ojos, ¿manyas?
Mario encogió de hombros y pensó en ella.
“Fue la primera vez que la vio verdaderamente, la primera vez que la miraba a plenitud, claro, habían compartido la misma aula el primer año pero nunca se había acercado. Tenía que hacerlo, el examen se acercaba y necesitaba el cuaderno. Caminó lentamente hacia ella como si no pensara en lo que hacía, y, mientras trataba de salir de esa maraña de palabras desordenadas y frases sin sentido, pudo ver la claridad de sus ojos, esa tranquilidad única en sus ojos, mientras ella continuaba allí, moviendo la cabeza de un lado a otro, en gesto interrogativo. Él recordó, mientras Marlene seguía escrutándolo con la mirada, algo que le pareció gracioso, casi cómico, casi ridículo, pero que, poco a poco, parecía cobrar realidad. Vio en ella, en sus ojos claros, en aquella sonrisa inolvidable, en la elasticidad de esa chica linda que le encantaba las clases de gimnasia, la figura de su gato, los maravillosos ojos de su gato, al que tanto había querido, al que, en su posición de esfinge, lo observaba desde la ventana de su habitación, siempre elegante. No logró terminar lo que había iniciado, lo que le hubiera gustado que iniciara desde ese día, pero logró conseguir el cuaderno, ¡y eso ya no importaba! Lo que importaba es que ya la había comenzado a distinguir, como si por arte de magia se hubiera transformado ante sus ojos: su cabello, que siempre le había parecido de un color pajizo a la distancia, y del que se había burlado en alguna ocasión, se convirtió de pronto en algo más dorado que el sol, hecho de oro puro; su caminar, que tenía alguna tendencia a semejarse a la de un pato, se convirtió de pronto en el andar propio de princesas europeas o de aquellas modelitos “Top” de revistas de moda; su risa, que siempre le había parecido algo estentórea, ruidosa, la sentía ahora musical y perfecta. En fin, estaba enamorado.”
—Oye, en qué piensas —preguntó Nizama mirándolo con curiosidad.
—En nada —contestó Mario—, en qué voy a pensar.
Una imagen persistente en su cerebro: La imagen de Marlene recostada en su pupitre leyendo sus últimas notas de clase. Maravilloso. “¿Alguna vez me atreveré?”
                Después de unos segundos agregó:
—Sí, estoy templado de ella.

***
Las sonrisas paternales se sucedieron entre Nizama y Chamba, acompañados con un gesto de aprobación e innumerables codazos. A Mario le pareció increíble haberlo dicho, pero al sentir la complicidad de sus amigos se sintió bien. Sabía que ellos le podrían ayudar.
—Pues felicitaciones, Don Juan —celebró Chamba alzando su botella y empinándosela— ahora tienes que conseguir la cabeza de Rudy  y dársela como trofeo de guerra.
— ¿Quién le va a cortar la cabeza a quién? —preguntó Nizama—. ¿Mario a Rudy o Rudy a Mario?
—Pues Rudy a Mario. Y eso no va a ser nada divertido a la vista de Marlenita ¿no?— comentó Chamba divertido.
—Me va a humillar frente a todos a la salida. Eso no me importa, sino que ella…
—Entonces no te presentes y listo —aconsejó Nizama.
—No soy un cobarde —dijo Mario con desgano—, no lo puedo hacer. Todo el mundo me lo va a echar en cara.
— ¿y?
—Si pudiera ser en otro lugar y a otra hora…—dijo Mario en un tono bajo y pensativo.
—Entonces —dijo Chamba agarrándose su agudo mentón— sólo te queda trepar el muro antes de que termine la clase. Así no te va agarrar.
—Apenas toque el timbre la gente te va a empezar a joder, no va dejar que te vayas rápido.
—Sólo te queda salir antes.
Mario dirigió la mirada al cielo y empezó a sentir una especie de vértigo. Sólo quería que ella no estuviera.
—Sí, iré por el callejón y treparé el muro, ¿me ayudan?

***
El ruido escandaloso del timbre empezó a invadir todos los salones y acompañó a los tres en su descenso de la biblioteca. Los alumnos entraban en tropel a sus salones. La segunda advertencia ahora era sólo acompañada por el ruido estruendoso de las escaleras. Ellos caminaron silenciosos entre las aulas de primaria y en poco tiempo llegaron al pabellón de secundaria. Subieron al segundo piso (su salón estaba al final del pasadizo), pero antes de esto, se encontraron con la figura de Tolomeo, o mejor dicho, Tolomeo Tolentino —pues ese era su nombre completo— con una sonrisa en el rostro y una extravagante mirada llena de satisfacción por saber todo lo ocurrido. Sabían que no habría necesidad de contarle nada pero sí de solicitar su ayuda.
Después de explicarle los detalles de la próxima fuga, le pidieron, ya que él se encontraba en la sección “A” y era la excepción a ese grupito de niñitos bien, que guardara las cosas de Mario durante las clases, mientras él procuraba salir con algún pretexto de la otra sección y disimular así su salida. Nadie tendría por qué sospechar. “Lo mejor será que sólo le pidas salir al baño al profesor Medina ¿no?, y que sea un poco antes de la salida, es lo mejor, y así nadie sentirá tu ausencia”. Tolomeo los acompañó hasta la sección “B” y entraron dirigiéndose al final de la fila. Él trató de concentrase en guardar sus cosas pero no pudo evitar imaginar que Marlene estaba al otro extremo del salón con sus amigas, ajena a todo lo ocurrido. Trató de controlarse y se dirigió rígido a la puerta, “¿acaso no sabe lo que hice?”
—Bueno —dijo Chamba contemplando todo el pabellón de secundaria— el profesor no ha llegado. Sería excelente irnos ahora.
—Medina te tiene mucho aprecio —dijo Nizama—, te dejará salir al baño sin problemas.
Mario no tenía ningún interés especial por las matemáticas, pero tenía una inclinación natural por ellas. Veía los problemas más complicados como simples sumas o restas, ganándose el afecto del profesor.
—Sí, tienes razón —confirmó Mario—, pero necesito a alguien que me ayude a trepar.
—Yo te ayudaré —contestó Chamba.

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Salieron. Tocaron de inmediato la puerta de la sección “A” y Tolomeo le entregó sus cosas. El profesor de esa hora no sospechó ya que le explicó que estaba enfermo. No había tiempo que perder. Mario y Chamba avanzaron rápidos y cautelosos por los pasadizos, bajaron las escaleras y fueron detrás del edificio de secundaria. Este edifico y la muralla que rodeaba toda la periferia del colegio formaba una especie de callejón algo estrecho, lleno de sillas y mesas destartaladas, oxidadas por la humedad.
—Tienes que subir por aquí —recomendó Chamba volteando a cada momento la cabeza.
Mario empezó a subir con mucho esfuerzo mientras Chamba intentaba impulsarlo para que se agarrara con la parte final de la pared. “Es un buen amigo”, pensó.
Mario aún recordaba, aunque el recuerdo parecía lejano, aquel día en que se volvieron verdaderos amigos, aquel día en que, al unísono, propusieron al resto de compañeros jugarle una broma a “colibrí” Fernández.
                Las últimas horas de los días viernes correspondían al curso de Educación física, y el lugar usual donde se realizaba la clase era el patio del pabellón de primaria —en ocasiones tenían que salir y darle algunas vueltas al colegio, pero generalmente era allí—, todos debían llevar el uniforme plomo obligatoriamente, sobre todo los lunes y viernes que eran días de formación, por lo que tenían que cambiarse unos minutos antes de que comience la clase. Las chicas, durante el cambio de horas, se dirigían automáticamente a su baño y los chicos, y así siempre era, optaban por cambiarse en el salón. Todos se desvestían con tranquilidad, salvo algunas bromas hacia algunos chicos que eran demasiado flacos como los perros del barrio, o excesivamente gorditos como… Pero en ese instante se daba algo que ya se estaba haciendo ritual: el strip-tease de “colibrí” Fernández. Subiéndose a la mesa del profesor, “colibrí”, con una sonrisa descarada, empezaba a desvestirse lentamente haciendo movimientos sexualoides hasta quedar sólo en calzoncillos. Al principio, atrajo llamativas risas y aplausos, pero, poco a poco, fue perdiendo la gracia y se fue convirtiendo en algo rutinario, por lo que muchos se retiraban antes de que terminara la función. Sin embargo, “colibrí” insistía aún sus dotes de baile, pues aún le parecía gracioso. Todos aceptaron entonces la propuesta de Mario y Chamba de jugarle una broma y hacer justicia. El primer viernes del mes, mientras “colibrí” terminaba su actuación, quitándose con soltura sus últimas prendas, Chamba, deslizándose sigiloso por detrás de la puerta, logró apoderase de toda su ropa y correr hacia la salida. Al ver la emboscada “colibrí” lanzó un chillido escandaloso que inundó todo el salón pero no pudo salir: los demás compañeros ya habían cerrado la puerta.
“Colibrí” Fernández sólo logró salir —y vestirse— hasta dos horas después.

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Mario, en sus deseos por subir, resbaló y sintió el crujido de las carpetas.
—Apúrate que el auxiliar puede venir —le pedía ansioso Chamba—, coge la parte de allá, es más seguro.
— ¿Este? —preguntó Mario, que aún podía ver las diversas inscripciones en la parte baja de la pared, y recordó de inmediato la figura de Marlene.
— Sí, y luego te sostiene de ese ladrillo.
Haciéndolo así, Mario pudo ver la inmensa pampa que era la cancha del colegio, “con un gras sería excelente”. La pelea tenía que ser ese día y era mejor que fuera en la tarde, tal vez en los videojuegos Hidalgo, donde todos alumnos del Perú-EE.UU se reunirían y donde él podría demostrar que no era ningún cobarde a pesar de la paliza que iba recibir.
—Te veo en las “fichas” a las  tres —dijo dispuesto a saltar—, dile al profe que me siento mal y que aún sigo en el baño. Ya van acabar las clases, no se va a molestar.
Saltó. Sintió un escalofrío que le recorría todo el cuerpo concentrándose luego en el cerebro. “Lo hice”, pensó. Sonreía de satisfacción a pesar de saber lo que sucedería en la tarde. Pero se sentía bien, Marlene no tendría que ver su humillación, nadie hablaría mal del él si perdía y a ella le llegaría la noticia del hombre valiente que defendió a su amada…, sin embargo esa sonrisa se transformó de pronto, como un gol al último minuto, en resignación: recostado en un poste, Rudy lo miraba sarcásticamente, fumando un cigarrillo para relajarse, dispuesto a esperar la salida y humillarlo frente a la chica que quería y que había originado toda esta trama.
Mario imaginó entonces a un lindo gato, aquel gato de la infancia que tanto había querido, con sus rayas de leopardo y sus ojos mágicos, y supo que estaba perdido para siempre.

Álex Romero Meza

Lima, 20 agosto del 2005

* Cuento ganador de los Juego Florales 2005, Universidad de San Marcos, Facultad de Educación. Jurado: Oswaldo Reynoso.