miércoles, 9 de agosto de 2017

La guerra del fin del mundo o sobre el fanatismo




Una de las mejores novelas de Mario Vargas Llosa es, sin duda, La guerra del fin del mundo. Como narración que busca competir con la realidad y suplantarla —la llamada novela total— revela una serie de aristas sobre nuestra condición humana: la salvación, la religiosidad, la ambición política, como también el poder, el honor, el fanatismo, entre otros. Es justamente el fanatismo (y su capacidad de trasformación de la vida humana y su historia) un tema revelador para el lector que se plantea las mismas preguntas que el Barón de Cañabrava y otros personajes de la novela: ¿cómo fue posible que una muchedumbre de vagabundos, pordioseros, miserables y delincuentes hayan podido remecer los cimientos de la naciente república del Brasil?,  ¿cómo fue posible que esa gente sin cañones y escasos fusiles haya podido derrotar a tres expediciones militares? La respuesta puede ser simple y resumirse en una palabra: el fanatismo. Sin embargo, dicha palabra nos lleva a un estado de completa perplejidad cuando, trascendiendo expresiones despectivas del tipo “son unos fanáticos”, nos interpelamos sobre aquel “apasionamiento y tenacidad desmedida en la defensa de creencias u opiniones” (RAE). Los personajes más cautivantes que desfilan en las páginas de La guerra del fin del mundo revelan los distintos alcances que puede tener esta forma de estar y concebir el mundo.

“El hombre era tan flaco que parecía siempre de perfil”.

El Consejero es un hombre que practica su fe en el “Buen Jesús” a través de una vida estoica, llena de suplicios y sacrificios que admira a las gentes de los pueblos miserables del sertâo brasileño. Ellos lo ven rezar sobre piedras y limpiar con unción capillas y cementerios. Es la vida del Consejero, “el fulgor milenarista de sus ojos” y su “lacónico verbo mesiánico” lo que lleva a que gente de diversa condición —entre los que destacan los peores bandidos de la región como Pedraò, Pajeú y el demoníaco Joaó Satán— sigan al profeta con la promesa de salvación al fundar una nueva Jerusalem en la tierra de Canudos y rebelarse al Can, es decir, a la república brasileña. Los hombres y mujeres miserables que han vivido en la más profunda miseria y han sufrido la violencia más abyecta pueden vivir, gracias a la prédica del Consejero, de otra manera aquella pobreza y violencia como medios purificadores, para derrotar al mal y ganar la salvación. ¿Qué puede tener de cuestionable ese “fanatismo”, se pregunta otro personaje (el padre Joaquim), si la fe en el “Buen Jesús Consejero” ha dignificado la vida de los desvalidos y ha dado paz a los que solo sembraban dolor y sufrimiento por toda la región?

“Esas violencias, muertes, robos, saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices. Toda esa vida de lucha e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como Joao Abade, como Taramela, Pedrao y los demás… El Consejero hizo el milagro, volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a lobos, por dar razones para cambiar de vida a gentes que solo conocían el miedo y el odio, el hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas tierras, les mandan ejército tras ejército, para que los exterminen. ¿Qué confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso razón al Consejero y pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es el Anticristo?” (Pág. 418).

Existen en la novela otros personajes marcados por ese apasionamiento y tenacidad desmedida que es como se define el fanatismo. Podríamos mencionar al frenólogo y revolucionario Galileo Gall que ha consagrado su vida a la “Idea” de una sociedad sin clases y que, al escuchar sobre la rebelión de Canudos, decide ayudar a sus hermanos porque luchan —por razones distintas a la suya— por liberarse de la opresión y vivir sin egoísmos. Gall es un hombre que cree en la ciencia y rechaza el oscurantismo de los que ostentan el poder. Él la ejerce leyendo en las protuberancias o depresiones de los cráneos los rasgos de definen el temperamento y carácter de las personas. Podríamos mencionar además la actitud incansable de Rufino —guía que conoce el camino para llegar a Canudos y que fue contratado por Galileo Gall—  cuyo sentido tajante del honor lo conduce a su propio final y de los que lo traicionaron. Podemos mencionar también a un fervoroso creyente de la república como el coronel Moreira César, el “jacobino”, el “corta pescuezos”, que detesta a los nostálgicos de la monarquía. La “verdad” en cada personaje, sin considerar el nombre que se le dé, está ligada a una fe que debe ser defendida contra los otros. Sin embargo, dicha “fe” tiene otros aspectos que resulta reveladores a partir de la narración de Vargas Llosa.

Un rasgo importante de esa fe o creencia excluyente que desencadena el fanatismo es su “cerrazón” pues no admite dudas y que nos lleva a sacrificar todo, hasta la propia vida, por mantener inconmovible una certeza. La verdad no es aquí apertura o descubrimiento, sino la fuente de mi poder, la certeza de que lo que hago según ella es lo único auténtico, real, veraz, justo e indubitable:

—Tú eres Pajeú —preguntó, por fin.
—Soy —asintió el hombre. Aristarco permanecía tras él, como una estatua.
—Has hecho tantos estragos en esta tierra como la sequía —dijo el Barón. Con tus robos, tus matanzas, tus pillajes.
—Fueron otros tiempos —repuso Pajeú, sin resentimiento, con una recóndita conmiseración—. En mi vida hay pecados de los que tendré que dar cuenta. Ahora ya no sirvo al Can sino al Padre.

El Barón reconoció ese tono: era el de los predicadores capuchinos de las Santas misiones, el de los santones ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall. El tono de la seguridad absoluta, pensó, el de los que nunca dudan. Y por primera vez, sintió curiosidad por oír al Consejero, ese sujeto capaz de convertir a un truhán en un fanático. (Pág. 237-238).



¿Debemos temer a los estragos que produce el fanatismo, a los hombres que ostentan la verdad absoluta y quieren “convencer” a los otros de que la realidad no puede concebirse de otra manera? La respuesta, obvia y necesaria, es sí. ¿O tal vez existe alguna forma “benigna” de fanatismo?

En el 2012 pude asistir a una coloquio titulado “Literatura, poder y libertad” en la Universidad de Lima y el invitado principal fue MVLL. Sin considerar las numerosas ideas y afirmaciones del Premio Nobel sobre la política y la libertad, las dictaduras latinoamericanas y la literatura como manifestación de anhelos e insatisfacciones, quedó en mí una apreciación muy suya sobre este tema que, como revela su novela, ha marcado con sangre y fuego la historia de la humanidad. Abordó esta pasión humana del fanatismo, pero no se trataba del fanatismo político donde un grupo humano o un individuo posee un proyecto político de felicidad y que, en su intento de hacerlo real, termina violentando a los que en un principio quieren liberar —recuerdo aún la novela de un escritor que admira y enseña MVLL: El siglo de las luces de Carpentier, donde el protagonista, Víctor Hughes, desea expandir los ideales de la Revolución francesa en el Caribe y proclamar la libertad de los esclavos, pero termina guillotinándolos por desobedecerlo—. Tampoco se trata del fanatismo religioso (de corte cristiano, judío, musulmán o del que sea) que busca seguir las verdades sagradas dictadas por “Dios” con la promesa de salvación y que lleva a la destrucción de los que no comparten sus creencias o fe: herejes, ateos, cismáticos, paganos, bárbaros, etc. Vargas llosa se refirió al fanatismo artístico que, al final de cuentas y en contraposición con otras formas de fanatismo, termina violentando exclusivamente al artista y no a sus semejantes, en ese afán de crear perfección. El artista no quiere imponer o construir alguna forma de “mundo feliz” o “perfección social” para todos, sin que lo quieran o no, tenga o no la misma religión o ideología. El escritor, pintor o músico quiere crear perfección, pero sólo es él la víctima de sus obsesiones y frustraciones. Es la víctima y victimario del ideal de belleza o perfección que se ha impuesto para sí y que debe obedecer para creer en sí mismo y en su propia concepción de felicidad. Los otros no son víctimas de lo que considero correcto, bello, armonioso, feliz o perfecto en términos estéticos.

Tenemos mucho que decir sobre nuestra condición humana, sobre el fanatismo como una pasión inherente o “desligable”  de nosotros. La guerra del fin del mundo es una muestra de ese anhelo de perfección en la narrativa de Vargas Llosa y que deja constancia de lo múltiple y semejantes que somos.


“Yo siempre sentí, al escribir, que en un momento dado hay que matar la historia, porque si no la historia continuaría indefinidamente. Y al mismo tiempo creo que toda historia trata de llegar a  esa especie de ideal que es la novela total. Donde yo creo que he llegado más lejos en eso es en La guerra del fin del mundo, sin ninguna duda.” (MVLL)


Álex Romero Meza