sábado, 3 de septiembre de 2011

Iniciación filosófica Cap. I - Augusto Salazar Bondy




El arte, dice Malraux, nace del arte. Lo mismo ocurre con la filosofía, según experiencia personal de quienes la hacen. No hay filosofía que haya surgido de la nada, como producto de una meditación sin ejemplos y sin influencias intelectuales, es decir, sin contacto con una filosofía ya formulada y actuante. La idea de una reflexión “natural”, obra de un pensador aislado, en contacto puro con el cosmos, es ilusoria. Así como hay siempre una mediación entre el artista y la naturaleza, una manera pictórica o poética de ver el mundo, que es aprendida y que da testimonio de la preexistencia de la pintura o la poesía, así también entre el pensador y el mundo sólo se establece un contacto filosófico a través de la filosofía que ya han hecho otros hombres. Por estar implícito en todo filosofar un contacto con los filósofos, un diálogo con ellos, un proceso abierto de asimilación, provocación y transmisión de inquietudes, dudas y convicciones acerca de los problemas de la existencia, la filosofía remite a la historia. Por lo mismo, nadie sabe quién fue el primer filósofo, ni interesa mucho saberlo, y seguramente no tiene sentido determinarlo como un personaje singular de la historia. En efecto, nos apercibimos de la existencia de la filosofía cuando ya está en obra  por largo tiempo un diálogo racional y se ha producido una evolución ideológica que enlaza, la meditación inteligente de unos hombres con la de los otros. Dicho de diferente modo, la filosofía que encontramos en la historia hunde sus raíces en una tradición reflexiva. En cualquier caso, su origen hubo de estar en una mediación inicial gracias a la cual una cultura nueva surgió dialécticamente de un pensar anterior.

Estas consideraciones tienen una consecuencia principal que debe tomar en cuenta todo aquel que quiera comprender el sentido de la filosofía: la filosofía es eso que históricamente ha sido formado y es así como la historia la ofrece desde los griegos hasta nuestros días. Iniciarse en la filosofía significa, por lo tanto, entrar en el diálogo de los filósofos, aprender su lenguaje, recibir el impacto de sus inquietudes y ser promovido de este modo a un nuevo pensar.

Pensar “naturalmente” y filosofar son, por consiguiente, cosas contrarias. Nadie llega a la filosofía por la espontaneidad de su propia conciencia, sin nexo con la comunidad pensante de la historia. Todo esfuerzo hecho en esta dirección planeará en el vacío y se mostrará incapaz de dar frutos aprovechables para el dominio intelectual de la realidad. En filosofía, más seguramente que en otra disciplina, sólo es fértil el pensamiento educado, apto para plantear cuestiones y formular respuestas con sentido, es decir, encuadradas en un contexto ideológico preciso. Un problema planteado adánicamente, sin precedentes o puntos de referencias bien determinados, sería en la práctica un pseudoproblema, un pensamiento inane. Lo mismo ocurre con las respuestas. Una solución no preparada dialécticamente por el pensar anterior sería una respuesta impertinente, un esfuerzo intelectual infecundo, entre otras cosas por ignorante de sí mismo y de las condiciones en que puede ser probada su verdad.

No hay entonces manera de ingresar a la filosofía a no ser insertándose en el desarrollo de ella, admitiendo la influencia y la estimulación de los filósofos que la hacen, aprendiendo el diálogo racional y preparándose para el trabajo creador. De allí que puede decirse también a propósito de la filosofía, como lo dice Malraux del arte, que quien comienza en ella produce siempre pastiches. El principiante en filosofía crea a duras penas y nunca sin imitar. El valor de su pensamiento está dado por el esfuerzo en comprender y traducir a sus maestros, antes que por un aporte original. Este pensar y decir por cuenta propia las ideas de los otros, esta reflexión y formulación imitativa es, sin embargo, un primer lenguaje personal, una primera forma de autoafirmación intelectual que se alimenta de una rebeldía escondida.

Pero —podrá observar alguien— ¿no implica la filosofía un puerilizarse?, ¿no se ha dicho desde antiguo que el filosofar comienza con la admiración, con el asombro de las cosas del mundo?, ¿no significa esto romper con las ideas anteriores y quedar librado de la espontaneidad del propio pensar? Platón y Aristóteles afirman, en efecto, que la filosofía comienza con la admiración, y la historia de la filosofía confirma su aserto. Pero no debe olvidarse que hay admiraciones y admiraciones. Hay la admiración de cualquiera y la otra, la contraria, como dice Aristóteles, que es la filosófica. Un espíritu simplón puede pasarse la vida extrañándose de las cosas más banales y corrientes sin llegar nunca a filosofar. Es verdad, el pensamiento filosófico está más lejos de la conciencia del rústico que se queda boquiabierto ante los tranvías y las luces de neón de la ciudad, que del hombre urbano cuya mente no es extraña al lenguaje de la ciencia y la técnica y, quizá sin saberlo, interpreta la realidad racionalmente gracias a las categorías de ese lenguaje. Este hombre posee ya un esquema conceptual apto para convertirse en lenguaje filosófico, mientras el primero está preso en imágenes y nociones indiferenciadas que impiden articular lógicamente el pensamiento. Y es cierto que la actitud filosófica implica un puerilizarse, un ver las cosas con mirada inédita. Pero con ello no quiere decirse que el niño sea filósofo y que haya que retornar a la conciencia infantil real para hacer filosofía, porque la nueva mirada filosófica implica romper con toda credulidad, con toda idea recibida, con todo tabú, es decir, entre otras cosas, con el mundo ingenuo de la infancia. Lo cual comporta un penoso esfuerzo de conversión espiritual, un largo ejercicio de liberación de la mente, en suma, un aprendizaje. La admiración  de que se nutre la filosofía es, pues, una manera de ver y pensar aprendida en la escuela de los filósofos. Por cierto que la conciencia anterior, todas las maneras de juzgar y reaccionar ante el mundo, que son propias del sentido común y, en general, de la mente no filosófica, tienen su valor y son aprovechables por la filosofía. En rigor, forman la raíz de la que ha de surgir, por oposición dialéctica, la reflexión filosófica, del modo como históricamente la filosofía fue condicionada por el mito. Pero la mediación pedagógica, el diálogo con los filósofos, es el factor fundamental.

Por lo dicho se comprenderá que no estamos haciendo una recomendación de pasividad. Aprender y educarse en filosofía no significa recibir determinados contenidos teóricos, sino asumir problemas y prepararse para responderlos de un modo original y creador. La mera recepción es menos concebible en filosofía que en otra disciplina teórica porque, como señalaba Kant, no hay nunca una filosofía formada y acabada, y porque, en consecuencia, lo que en ella cuenta es el acto de pesar. La analogía del arte vale también en ese punto. Ser educado, por ejemplo, en la pintura, aprender a pintar, es cosa muy distinta a acoger ciertos valores y técnicas ya existentes; supone, por el contrario, dominarlos y manejarlos como cosa propia. Quien no concurre a la escuela de los pintores, quien no atiende las lecciones de la pintura universal, nunca podrá formarse y quedará fuera del mundo del arte. Pero quien se limita a registrar lo que los otros han hecho sin poner en juego su personalidad y su voluntad polémica, nunca llegarán a pintar. Así también ocurre en filosofía. Hay que recibir y asimilar el ejemplo y las orientaciones de quien guía, pero al mismo tiempo hay que poner en obra el propio pensamiento racional, responder al estímulo y acoger las sugestiones del pensar extraño personalmente, convirtiendo en cosa propia las motivaciones y técnicas aprendidas.

Más adelante hemos de insistir una y otra vez en que la filosofía es meditación personal. Esto implica que nadie ingresa a la filosofía sin estar comprometido “en persona” con la reflexión racional, sin adaptar a las condiciones y exigencias del propio espíritu los problemas y temas que le llegan de una tradición secular.

Tradición y originalidad —que es como decir historia genuina— son, en suma, categorías fundamentales del quehacer filosófico. Por eso, aprender filosofía no es repetir una filosofía existente, sino llegar, por medio de un filosofar existente, a un nuevo pensar. No se puede aprender filosofía sino a filosofar decía también Kant. Eso es lo que nos enseñan, y lo que por ellos podemos aprender, los filósofos que han hecho la historia del pensamiento racional.


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