martes, 31 de enero de 2012

El fracaso del proyecto ilustrado en Tras la virtud de Alasdair MacIntyre



Alex Romero M.

Alasdair MacIntyre en Tras la virtud nos plantea, como una de las tesis centrales de su argumentación, el grave estado de desorden conceptual en que se encuentra el lenguaje moral de la sociedad contemporánea. Los términos clave de la ética, al carecer de un contexto general de sentido, se han convertido en fuente de confusión y caos para los individuos, reduciendo y falseando con ello los preceptos y normas que el hombre asume en sus distintos modos de vida. Esta dimensión de la crisis, ignorada por la mayoría, ha traído una serie de consecuencias que afectan nuestro desenvolvimiento como agentes morales. El debate y los conflictos de índole moral, por ejemplo, se asumen como la confrontación de premisas o postulados incompatibles e inconmensurables donde sólo se expresa una preferencia o inclinación afectiva, sin la posibilidad de establecer un criterio común que otorgue validez a determinados cursos de acción sobre otros.
El proyecto ilustrado de justificación de la moral tenía que fracasar, según MacIntyre, por carecer de aquella matriz teleológica que le otorga sentido a todos los conceptos clave de la ética y con la cual es posible fundar racionalmente un orden moral objetivo. El fracaso moderno de justificar la moral teniendo como base la razón se debe a ese desfase entre los preceptos y normas morales y una determinada concepción de la naturaleza humana que ignora los propósitos y fines que le son propios. El “esquema moral” de la ilustración es incompleto pues se niega a aceptar una esencia humana que defina su verdadero fin.
La tradición clásica y el marco creencias del teísmo cristiano es el trasfondo cultural que  da pleno sentido a conceptos como “hombre” o “ética”, asumiendo un esquema moral que da funcionalidad a tales términos. Dicho esquema teleológico asumía tres elementos indesligables: El hombre-tal-como-es, el hombre-tal-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza-esencial y los preceptos morales que hacen posible el tránsito de este primer estado al segundo. La concepción moderna del hombre se reduce sólo a este primer estado privando a la ética y, con ella, a toda la normativa y reglas de carácter moral, de su razón de ser: determinar cuál es el fin del hombre y cómo alcanzarlo. El objetivo de fundar una moral en base a la razón es absurdo sin una metafísica semejante a la de Aristóteles, que entienda al hombre como un ser en potencia y con ello lograr establecer un vínculo entre lo que es y lo que puede y debe ser. Uno de los errores de la Ilustración fue precisamente el asumir que una premisa factual no lleva en ningún caso (incluidos conceptos funcionales como “hombre”) a una premisa valorativa.
La fundamentación moral de la Ilustración y su consiguiente fracaso obedece al rechazo de la filosofía y ciencia aristotélica como del abandono de las teologías protestante y católica, es decir, se debe al haber dejado de lado el trasfondo histórico (salvable, según el autor, por medio de una filosofía de la historia y el deseo de retomar la tradición clásica) que había dado aquel contexto general de sentido a las normas y preceptos morales propios de una teleología, donde el hombre, para serlo, cumple con las funciones y compromisos que le son propios.
Una de las consecuencias de este proyecto trunco de la modernidad es, evidentemente, no lograr establecer un criterio unificador de los preceptos morales, de su jerarquía, de su grado de implicancia en la vida de los seres humanos. Los imperativos categóricos piden al hombre obediencia como si se lo estuvieran pidiendo a seres abstractos, sin historia, sin una vida concreta a la cual remitirse, como poseedores de una razón que “no comprende esencias o pasos de la potencia al acto”. Este reduccionismo de la razón humana a una razón del cálculo, propia de la aritmética, lleva a que aquello que se acepta como regla moral sea objeto de un consenso ficticio pues es ajeno a las actuaciones morales de la vida ordinaria donde los conflictos nos empujan muchas veces a desobedecerlos. Al carecer de un sustento objetivo real, las normas y preceptos apelan únicamente a nuestras inclinaciones y preferencias subjetivas.
El emotivismo podría considerarse la consecuencia de este fracaso pues asume con profundo escepticismo de la posibilidad de dar una justificación racional de la moralidad objetiva. Para esta postura los juicios propios de la ética son expresiones de emoción que no pueden ser verdaderos o falsos, son meramente expresiones factuales que no se ven alterados con ningún elemento valorativo: la diferencia entre “usted ha obrado mal al robar ese dinero” y “usted robó este dinero” es sólo de tono o de signo de admiración para los emotivistas. La razón ilustrada, al no conciliar con una razón que dé lugar a una teleología, ha hecho que nosotros no seamos capaces de responder a esta postura emotivista y a sus postulados con esta supuesta igualdad entre afirmaciones con elementos valorativos y afirmaciones sin elementos valorativos.

domingo, 22 de enero de 2012

El “Tertium non datur” y la magia de Kurt Goedel*


Francisco Miro Quesada

En la azarosa historia de la filosofía, de las artes y las ciencias son muchos los hombres que lograron el máximo de fama en el mínimo de tiempo. Nombres ilustres como el de Rafael, Descartes, Newton, Einstein, nos mueven a la más entusiasta y reverente admiración. No fueron ellos genios incomprendidos. Un boceto, unas cuantas cartas, delgados folletos, bastaron a veces para conducir a un hombre a la cima de la gloria. Pero no es aventurado decir que de todos los casos de gloria relámpago, el más sorprendente de todos es el de Kurt Goedel. La rapidez con la que ha logrado una fama de excepción hace pensar en un caso de brujería. Sólo un folleto de 25 páginas bastó para darle un prestigio inmediato y consagrarlo como el “mago” de la lógica moderna. Desagraciadamente, este folleto Sobre las proposiciones formalmente indecidibles de Principia Mathematica y otros sistemas similares (1) requiere una formación técnica que sólo lo hace accesible al especialista. De allí que el mundo en que impera inmarcesible la fama de Kurt Goedel sea un pequeño mundo; está formado por algunos cientos profesores de lógica moderna. Sin embargo, el sentido de su obra es de tal trascendencia que se hace imprescindible informar al público sobre los generales que más la caracterizan. Las personas que tienen interés por la cultura, técnicas en algunas de sus ramas y profanas en otras, se interesan siempre por cualquier aspecto del pensamiento que trascienda del mero tecnicismo para elevarse a la rica plenitud de la significación universal. Tal es el caso de los aportes de Kurt Goedel. De su estructura absolutamente técnica se desprende un aura de grandeza humana que ilumina todo el panorama de la cultura. ¿Cómo no ha de ser interesante saber en qué forma un folleto de 25 páginas puede repercutir en los más lejanos ámbitos del espíritu? Pero el intento de exponer en unas cuantas páginas esta formidable hazaña tropieza con dificultades prácticamente insalvables: traducir un pétreo conglomerado de fórmulas y de símbolos cabalísticos al ameno lenguaje que debe ofrecer a sus lectores un artículo que pretenda librarse de la pesadez de la técnica. Problema insoluble en verdad que nosotros nos atrevemos a encarar. Pedimos perdón al lector anticipadamente por un fracaso inevitable. Si, a pesar de todo, logramos hacerle pensar que valía la pena intentar la aventura, nos sentiremos satisfechos.
¿Por qué Kurt Goedel ha logrado un renombre tan fantástico entre los que se dedican al cultivo del logos? ¡Nada menos que porque ha demostrado, sin lugar a dudas, que la humanidad había estado usando mal su facultad de razonar durante más de dos mil años! Y lo grave es que no se trata del mal empleo de cánones racionales sin importancia, de pequeños sofismas cometidos tradicionalmente por las viejas generaciones que podrían ser superados sin dificultad. Se trata de desgraciadamente de una gravísima equivocación: del mal empleo fundamental del “Tercio excluído” descubierto por Aristóteles y que los medioevales llamaron “Tertium non datur”. Este principio había sido usado sin discriminación en todos los procesos deductivos y se le consideraba tan importante e imprescindible como sus dos viejos hermanos: el principio de “Identidad” y el de “No contradicción”. Desde los tiempos lejanos de Aristóteles hasta comienzos del presente siglo había sido una de las preguntas angulares del raciocinio deductivo tanto filosófico como matemático, y, a través de las matemáticas, de la inferencia física. Pero es indudablemente en el campo de las matemáticas donde se encuentra su máxima aplicabilidad. Es allí el fundamento último de la “demostración por el absurdo” o prueba “apagógica”, sobre la que están basadas gran parte de las más importante adquisiciones de la matemática moderna. Sobre el “Tertium non datur” se erigió sobre a través de dos mil años de efervescente creatividad un grandioso edificio de conceptos, orgullo del hombre contemporáneo. Y Kurt Goedel, como un mago con el rápido movimiento de su varita, lo ha derrumbado. El moderno mago de la lógica ha puesto en peligro mortal la construcción más audaz, y al parecer más sólida, de la cultura humana: el edificio de las matemáticas. ¿Cómo ha podido en 25 páginas causar tamaño cataclismo? La historia es un poco larga y el lector nos permitirá empezar por el principio.
No está demás que digamos algunas palabras sobre los tres principios lógicos, pilares milenarios del razonar humano. Hoy día, después de muchas discusiones y de rigurosos estudios se ha llegado a la conclusión de que la mejor manera de enunciar estos principios es con respecto a las proposiciones (1). El principio de “Identidad” se enuncia como sigue: “toda proposición verdadera es verdadera”; el principio de “No contradicción” reza: dos proposiciones contradictorias no pueden ser ambas verdaderas”, y el de “Tercio excluído” se expresa: “toda proposición es verdadera o falsa”. Kurt Goedel ha demostrado que cuando las proposiciones se refieren a conjuntos infinitos de objetos, el principio del “Tercio excluído” no tiene aplicabilidad universal, es decir, que hay casos en que falla, o lo que es lo mismo, que hay proposiciones que no son verdaderas ni falsas sino que realizan una tercera posibilidad. El “tercio” no queda definitivamente excluído en este caso.


Para comprender el sentido de la demostración de Kurt Goedel, es menester remontarse a algunos aspectos interesantes de la historia de las matemáticas. A fines del siglo pasado, el edificio de las matemáticas clásicas había llegado a su madurez. Había logrado no sólo conquistas admirables en la solución de problemas tradicionales (cuadratura del círculo, solubilidad de las ecuaciones de mayor grado que el cuarto, etc.) sino una rigor conceptual y deductivo jamás sospechado por los grandes matemáticos anteriores. A la orgía creadora y simbólica de los siglos XVII y XVIII había sucedido una época de madura reflexión, que sin amenguar el impulso creador del genio matemático occidental, lo había encauzado dentro de admirables marcos de rigor y claridad. Poco a poco, se había ido tomando conciencia de las tremendas lagunas teóricas que presentaba el enorme cuerpo de doctrina constituido por el análisis, creado por Leibniz y Newton y desarrollado en forma vertiginosa por los hermanos Bernouilli, Taylor, Mac Laurin, L´Hospital, Euler y otros pares del reino de la mathesis pura. Se reconocía a los matemáticos de los dos siglos transcurridos genio creador, exquisito sentido estético, intuición de increíble poder, pero era necesario hacer notar que en lo referente al rigor de la demostración, representaba un retroceso. Más rigor tenían las demostraciones de Euclides dos mil años antes, que las de estos modernos y geniales matemáticos. En las partes más sutiles del análisis, de las que dependían para su validez teórica las demás partes, y en las que, por eso mismo, se necesitaba el máximo rigor lógico y la mayor claridad conceptual, se podía encontrar una serie de razonamientos defectuosos, de presupuestos no analizados, de ciega y hasta orgullosa confianza en la intuición. Como reacción a este estado caótico surgieron nuevas figuras cuyo principal afán fue reajustar las construcciones del análisis sobre nuevas bases y lograr un rigor perfecto en todas sus demostraciones. Cantor, Weierstrass, Dedekind son las tres figuras ilustres de este movimiento. El ideal del movimiento “rigorista” del siglo XIX se puede resumir en una frase: lograr que todas las demostraciones del análisis en particular y de las matemáticas en general, se base únicamente en las leyes de la lógica. En las matemáticas del Renacimiento y de los siglos posteriores, las demostraciones matemáticas seguían naturalmente un procedimiento lógico, pero de forma incompleta. Había demostraciones en las que, en lugar de pasar de un estado a otro de la prueba, por medio de una ley de la lógica, se pasaba arbitrariamente, porque se creía que eso era posible, porque se confiaba en la intuición especial de los matemáticos. El movimiento rigorista se planteó el siguiente ideal: partir en toda demostración matemática, únicamente de los postulados iniciales, y llegar a la prueba deseada por medio de las leyes de la lógica, sin que interviniera ningún otro factor. Esto es lo mismo que decir que el único procedimiento válido en matemáticas es llegar al resultado deseado por medio de deducciones de unas proposiciones de otras leyes de la lógica  con exclusión de todo procedimiento no deductivo, porque evidentemente las leyes de la lógica son las leyes que norman la deducción de las proposiciones. Este fue también el ideal de Euclides, de manera que el nuevo movimiento significó un retorno al más puro clasicismo. Se descubrió empero que Euclides no había podido cumplir su ideal deductivo y que en algunos de sus teoremas se introducían subrepticiamente asunciones no consideradas en los postulados. A pesar de todo, nadie había logrado una aproximación tan grande el verdadero rigor matemático como el genio griego; de allí su grandeza y la permanencia indiscutida de su obra.
Después de los esfuerzos tal vez inigualados en la historia de las matemáticas, los formibles  innovadores  del “fin de siécle” lograron realizar su ideal. Se depuró el sistema del análisis de toda impureza extra lógica y se llegó a la formación de un cuerpo de doctrina en el cual sólo había postulados, es decir, proposiciones no demostradas, cuya validez se aceptaba hipotéticamente, y teoremas, es decir proposiciones cuya validez se derivaba deductivamente de la de los postulados. La derivación deductiva era perfecta; no se daba un solo paso sin que se hubiera comprobado su legitimidad lógica, y en el proceso de las demostraciones, fuera de las leyes de la deducción, no se hacía jamás uso de intuiciones, por más claras y evidente que estas parecieran. Se había llegado al rigor cabal. Y se había encontrado en esta forma que la base obligada del análisis era la aritmética. Los postulados que servían de base para las ulteriores deducciones que habrían de permitir la demostración de los teoremas constitutivos del análisis, eran proposiciones sobre relaciones numéricas.
Pero es el destino del hombre volver a descender cuando ha llegado a la cumbre. Muy pronto el éxito admirable de los rigoristas se vio empañado por las consecuencias del mismo rigor que se había buscado. Paralelamente a la fundamentación del análisis, se había desarrollado una nueva rama de las matemáticas: “la teoría de los conjuntos” (2). Esta teoría fue desarrollada principalmente por el genio de Cantor y gracias a los nuevos métodos empleados echó una nueva e imprevista luz sobre la esencial naturaleza de las matemáticas. Debido a ella fue posible adquirir, de una vez por todas, una compresión cabal del significado del “infinito” matemático y sentar las bases teóricas de una serie de presupuestos geométricos que antes no habían sido suficientemente analizados. El desarrollo que alcanzó, en unos pocos años, la teoría de los conjuntos es un ejemplo asombroso de la potencia de la mentalidad moderna, heredera aprovechada del espíritu renacentista. Desgraciadamente, la misma perfección y rapidez con que se desarrolló la nueva teoría, que pronto llegó a ser la hija predilecta de los matemáticos fue la causa de que se produjera un impasse aparentemente insuperable. Investigadores de mentalidad brillante y de rigor impecable, demostraron sin lugar a dudas que la teoría de los conjuntos, orgullo y admiración de la reina de las ciencias, ocultaba en su seno contradicciones flagrantes. Con ella, era posible comprender los misterios del infinito y se podía escrudiñar los parajes más recónditos de la geometría. Con ella, se podía ver claro lo que antes se había visto oscuro durante largas centurias. Y sin embargo, conducía inevitablemente a contradicciones. Las famosas “paradojas” de la teoría de conjuntos pronto fueron el escándalo de las matemáticas modernas y sirvieron de acicate para las poderosas mentalidades matemáticas y filosóficas emprendieran un cruzada magna: reorganizar la totalidad del edificio matemático en tal forma que fuera posible suprimir las contradicciones. (3).


Una de las consecuencias más importantes del descubrimiento de las “paradojas” fue que sembró la duda en la validez de los postulados matemáticos que servían de base para la deducción de los teoremas. Como se ha dicho, el método riguroso establecido en análisis, que constituye el ideal de todo método matemático de conocimiento, consiste en partir de ciertos postulados no demostrados, de los cuales, por la única vía de la deducción lógica, se deriva la totalidad de los teoremas posibles. Ahora bien, en la teoría de los conjuntos se procedió de la misma manera. Se partió de ciertos postulados que establecían relaciones entre los conjuntos, y de estos postulados se derivaron una serie de interesantísimos teoremas que permitieron comprender cosas que habían permanecido en la oscuridad para las anteriores generaciones matemáticas. Pero de estos mismos postulados, y con las mismas reglas de la lógica se dedujeron también las paradojas. Esto probaba en forma incontrovertible lo siguiente: en el seno de los postulados de la teoría de los conjuntos se ocultaba la contradicción, porque sólo de postulados contradictorios se puede derivar consecuencias contradictorias. Y sin embargo, aparentemente, estos postulados no eran contradictorios. Observar la contradicción existente entre dos proposiciones simples era fácil problema, porque se trataba de sólo de enunciados referentes a situaciones fácilmente perceptibles. Pero, observar la contradicción existente en un conjunto de postulados matemáticos era una cuestión realmente ardua, porque se trataba de muchas proposiciones referentes a relaciones entre conjuntos infinitos de objetos (casi todos los postulados de las matemáticas, aunque no sean los de la teoría de la teoría de los conjuntos, se refieren a conjuntos infinitos de objetos; de allí la inmensa importancia de la teoría de los conjuntos). Muy pronto se llegó a la conclusión de que era imposible darse cuenta por la mera observación si el sistema de postulados considerado ocultaba  o no una contradicción. Estas consideraciones hicieron pensar que así como el sistema de postulados de la teoría de los conjuntos ocultaba una contradicción, muy bien podrían ocultar contradicciones los demás sistemas de postulados de las matemáticas, y entre ellos, naturalmente, los postulados del análisis referentes a relaciones numéricas. La única diferencia es que la contradicción se había descubierto en el caso de la teoría de conjuntos, y todavía no se había descubierto en el caso del análisis o de la geometría. Pero no había ninguna razón para que algún día no se descubriera dos teoremas contradictorios, ambos demostrables según los más severos rigores de la lógica formal. Esta duda constituyó una angustia mortal en los matemáticos verdaderamente amantes del rigor. La espada de Damocles pendía sobre sus cabezas: en cualquier momento podrían descubrir que todo lo que habían elaborado con amor y genio a través de los siglos era falso, porque llevaba a contradicciones y sólo la contradicción conduce a la contradicción. Pero nada hay más fecundo que la duda. Y la duda en este caso dio origen al nacimiento de una nueva dirección matemática y filosófica: al análisis lógico de los conjuntos de postulados. Si los conjuntos de postulados podían llevar a contradicciones, lo importante, al sentar los postulados de un cuerpo de doctrina matemática, era llegar a la seguridad de que no ocultaban ninguna contradicción. De un conjunto de postulados en los que no hay ninguna contradicción, es imposible que se deriven contradicciones. Un conjunto de postulacional en el que no existe ninguna contradicción se denomina un conjunto consistente. El problema fundamental del rigor matemático se concentró así en la búsqueda de conjuntos de postulados consistentes, de los que fuera posible derivar todos los teoremas conocidos de las matemáticas clásicas, (análisis, geometría, etc.) por medio de la estricta deducción lógica.
Cada época tiene sus grandes representantes. El genio insigne que simboliza esta nueva etapa del rigorismo matemático, que llega hasta nuestros días, es David Hilbert. Este matemático alemán, que había realizado investigaciones de extraordinaria importancia en casi todos los campos de las matemáticas, se planteó en forma definitivamente clara el problema: si se quiere erigir el análisis sobre bases realmente rigurosas, es necesario estar seguro de que los postulados aritméticos de los cuales habrá de deducirse su total cuerpo de doctrina, son consistentes. Para ello se debe encontrar criterios ad-hoc de consistencia, que nos permitan saber de antemano, antes de efectuar cualquier deducción, que jamás podremos llegar a una contradicción. Muy pronto se dieron cuenta Hilbert y sus grandes continuadores (Bernay, Ackermann y otros) que encontrar una solución definitiva era tarea de gigantes. Como eran gigantes, la emprendieron y al través de los años avanzaron hasta alturas que parecieron estar muy cerca de la cumbre.
El método fundamental para llegar al resultado deseado, que se considera ya una adquisición clásica de la escuela de Hilbert, denominada escuela “formalista”, se basa en la forma de resolver el problema de la “decidibilidad” (Entscheidbarkeit). Como se ha visto, es imposible resolver el problema por la mera observación de la forma lógica de los postulados. Además, si hay en éstos alguna contradicción, no se manifiesta en todos los resultados sino sólo en algunos. Se puede derivar una serie de teoremas correctos y después de mucho tiempo, cuando menos se piensa, se llega a un teorema que contradice a alguno de los anteriores. De manera que el hecho de que en un sistema matemático cualquiera exista una gran cantidad de teoremas no contradictorios —como en realidad existen en las diversas ramas de las matemáticas clásicas— no quiere decir nada sobre la consistencia de los postulados que sirvieron para deducirlos. La amenaza de la contradicción oculta obscurece implacable el horizonte de la investigación matemática. Pero hay una posibilidad de salvación. Un sistema matemático consta de postulados y de teoremas. Los postulados enuncian las posibles relaciones que pueden efectuarse entre elementos pertenecientes a un conjunto dado (así los postulados del análisis enuncian las posibles relaciones entre números, los postulados de la geometría enuncian posibles relaciones entre puntos, etc.) De estas posibles relaciones enunciadas por los postulados se pueden derivar, por medio de las leyes de la lógica, otras relaciones. Estas constituyen los teoremas. Si en lugar de derivar relaciones, de las enunciadas por los postulados, construimos arbitrariamente estas relaciones, nos encontramos ante un problema muy interesante: ¿puede o no estas relaciones arbitrarias ser derivadas de las relaciones enunciadas por los postulados? O mejor, ¿toda nueva relación arbitraria entre los elementos puede o no derivarse como un teorema de los postulados? Este problema es el problema de la “decidibilidad”. En forma más o menos precisa puede plantearse como sigue: dada una relación cualquiera entre los elementos de un conjunto respecto del cual se ha anunciado determinados postulados, ¿puede decirse si esta relación es derivable como un teorema de las relaciones enunciadas por los postulados? Es evidente que toda relación entre los elementos de un conjunto se expresa por medio de proposiciones (como por ejemplo, cuando en álgebra se dice a más b mayor que c más d), de modo que el problema de la decidibilidad implica un problema respecto a la verdad de determinadas proposiciones. Si se decide que determinada relación entre los elementos de un conjunto se puede derivar de las relaciones enunciadas por los postulados, la proposición que la enuncia será verdadera, porque en un sistema matemático se supone que los postulados son proposiciones verdaderas (se presupone o se postula que son verdaderas), de manera que todas las proposiciones que de ellos se deriven habrán de ser verdaderas. Es decir, si los postulados son verdaderos, todos los teoremas también lo serán. Por lo tanto, en el caso de la relación arbitraria, si se decide que la proposición que la enuncia es verdadera, podemos estar seguros, aunque todavía no lo hayamos logrado, que de una manera u otra puede derivarse como teorema (puede demostrarse su verdad) a partir de los postulados, por el exclusivo medio de las leyes de la lógica. Si la proposición es falsa, entonces su negación será verdadera, y por lo tanto se podrá derivar como teorema. Si además de encontrar un criterio universal de decidibilidad (aplicable a todas las proposiciones que enuncien relaciones entre los elementos determinados por un sistema de postulados) se puede demostrar que si una proposición es verdadera dentro del sistema, su negación debe de ser falsa, se habrá resuelto el problema de la consistencia.

El raciocinio de los formalistas presenta dos etapas que es necesario deslindar con precisión. En primer lugar, toda proposición —referente a las relaciones entre los elementos de determinado grupo conjunto de objetos, caracterizado por los postulados que sirven de punto de partida —debe ser decidible. Es decir, que debe de existir un método que permita saber si es verdadera o falsa dentro del sistema matemático en que está encuadrada. En efecto, una proposición de esta naturaleza, afirma siempre una relación entre los elementos de un conjunto. Si es decidible, se puede decir si esa relación se puede derivar o no de las relaciones presupuestas por los postulados. Si se puede derivar, la proposición se transformará en un teorema y será verdadera. Si no se puede derivar, entonces la proposición que afirma que dicha relación existe será falsa (pues afirma una cosa que no corresponde a la situación) y su contradictoria se podrá derivar como teorema. Vemos que, en un sentido profundo, el problema de la decidibilidad no es sino una manera especial y muy rigurosa de aplicar el Tertium non datur. Decir que toda proposición es decidible dentro de un sistema matemático, es decir que dentro de dicho sistema toda proposición es verdadera o falsa. Es muy importante que toda proposición enmarcada en un sistema matemático sea decidible, porque en el caso que no lo sea es imposible resolver el problema de la consistencia. Supongamos que tenemos un sistema dado de postulados referentes a un conjunto de elementos (por ejemplo, puntos). Supongamos que, dentro de las condiciones fijadas por los postulados, construimos nuevas relaciones entre los elementos. Supongamos, además, que la proposición que enuncia estas relaciones contradice a algún teorema ya demostrado. Si la proposición no es decidible, es decir, si no existe un método que permita saber a ciencia cierta si la nueva relación se puede o no aplicar a los elementos considerados, nos encontraremos frente a un impasse insuperable. Porque nunca podremos saber si dicha proposición es verdadera o falsa; por lo tanto nunca sabremos  si contradice o no a algunos de los teoremas derivados de los postulados; y nunca podremos tener la seguridad de que nuestro sistema de postulados es consistente. Se ve, pues, que si no se puede encontrar un criterio que permita conocer la decidibilidad de todas las proposiciones enunciables dentro de un sistema matemático determinado, es imposible saber si los postulados que lo determinan son o no consistentes.
En segundo lugar, para que la prueba de la consistencia sea completa, debe probarse que siempre se demuestre un teorema cualquiera  en un sistema matemático determinado, el teorema contradictorio debe de ser falso. Porque si el teorema contradictorio fuera verdadero, se habría demostrado  que dos proposiciones contradictorias eran ambas verdaderas, y esto implicaría que el sistema original de postulados no era consistente, es decir que ocultaba una contradicción. El planteamiento de la cuestión fue, pues, esclarecido definitivamente por los formalistas: si toda proposición dentro de un sistema matemático determinado por sus postulados es decidible, y si cuando se decide que es verdadera se puede demostrar que su contradictoria es falsa, se puede tener la seguridad de que dichos postulados son consistentes. Lo único que faltaba era elaborar un método riguroso que permitiera saber cuándo un sistema cualquiera de postulados cumplía ambas condiciones y cuándo no las cumplía. Para ello Hilbert emprendió una de las investigaciones lógico-matemáticas más profundas y más definitivamente rigurosas de todos los tiempos. Creó un enorme edificio, modelo de técnica y finura conceptual, ciclópeo monumento al genio humano. Después de muchos años de intensa labor, ayudado por discípulos casi tan brillantes como él, Hilbert pareció  acercarse a la meta anhelada: encontrar un procedimiento, que al permitir conocer con seguridad si un sistema cualquiera de postulados es o no consistente, haga posible al matemático derivar teoremas de los postulados con la confianza de que algún día no derivará teoremas contradictorios que invaliden no sólo años sino siglos de paciente y gloriosa labor. El primer triunfo de Hilbert consistió en demostrar que el sistema matemático de la lógica de las funciones veritacionales (truth functions) era consistente. Sobre esta base pudo demostrar que la lógica de las funciones proposicionales de un argumento era también un sistema matemático consistente. Pero a pesar de los tremendos esfuerzos nadie había podido demostrar la consistencia de postulados que servía de base a la aritmética y al análisis. De todas maneras, las brillantes conquistas logradas permitían conservar las esperanzas.
Este era el panorama de las investigaciones sobre los fundamentos de las matemáticas de 1930. El rigorismo matemático cuyo ideal, inspirado en las más nobles tradiciones de la ciencia y de la filosofía occidentales, era llegar a una formulación de las matemáticas totalmente libre de lagunas y de contradicciones, después de cincuenta años de incesante progreso había llegado a alturas jamás soñadas.



Pero en 1931 vino el cataclismo. El mago de la lógica moderna, hechicero del rigor y del símbolo, trajo por tierra el ensueño formalista y las ilusiones de toda una generación  de genios. En su folleto de 25 páginas demostró que la primera condición para probar la consistencia de un sistema de postulados, a saber, la decidibilidad, no podía nunca cumplirse totalmente. En forma absolutamente incontrovertible mostró paso a paso, con una tupida y alambicada red de símbolos, que es imposible dentro de un sistema matemático determinado, con el único empleo de las condiciones enunciadas en los postulados, decidir para cualquier para cualquier proposición perteneciente al sistema, si es verdadera o falsa. Con asombroso talento enunció reglas que permiten construir con seguridad absoluta proposiciones indecidibles con relación a los postulados que se toman como punto de partida. Sería cansar al lector ofrecerle un recuento del trabajo de Kurt Goedel. Bástenos decir que en esencia se reduce en lo siguiente: dado un sistema de postulados (4) que enuncian determinadas relaciones entre los elementos de un conjunto, es siempre posible construir proposiciones, con los elementos definidos por los postulados, cuya demostrabilidad implique su indemostrabilidad. Sabemos que una proposición es demostrable si se puede derivar como un teorema de los postulados primitivos. Por lo tanto, si es demostrable es verdadera. Ahora bien, las proposiciones mencionadas tienen la siguiente propiedad: si se asume que son demostrables, es decir verdaderas, se deriva en forma inmediata que son indemostrables, es decir son falsas.  Si se asume que son falsas (o sea que su contradictoria es demostrable), se deriva ipso facto que son demostrables, o sea verdaderas. Cualquier suposición sobre la verdad o falsedad de dichas proposiciones, lleva en forma inmediata a una contradicción. Por lo tanto, no se puede decir si son verdaderas o falsas. Pero lo interesante es que la prueba ofrecida por Kurt Goedel, es anterior a toda derivación lógica en dichas proposiciones de los postulados del sistema matemático considerado. En efecto, la prueba de la decidibilidad de una proposición no consiste en derivar dicha proposición (o su contradictoria) de los postulados. Esto no sería sino una demostración ordinaria de su verdad. Y es, precisamente, lo difícil de hacer. La prueba de la decidibilidad de una proposición consiste en demostrar que dicha proposición se puede derivar de los postulados. No indica los pasos de la derivación, sino la posibilidad. De manera que si se demuestra que la asunción de la demostrabilidad de una proposición implica su indemostrabilidad y la asunción de su indemostrabilidad implica su demostrabilidad, se habrá demostrado de antemano que dicha proposición es indecidible. Quiere decir que en caso de que dicha proposición se pudiera derivar de los postulados del sistema matemático a que pertenece, su verdad acarrearía su falsedad, y que en caso de que se pudiera derivar su falsedad de dichos postulados, su falsedad acarrearía su verdad. Pero esto significa que nos hallaríamos ante una proposición verdadera y falsa. Por lo tanto, es imposible decidir si dicha proposición es verdadera o falsa con relación a los postulados, porque cualquiera que sea la alternativa, se estaría violando el principio de no contradicción. Y si se viola este principio, todo el edificio de conocimiento humano cae por sus propias bases. Si se quiere conservar el principio de no contradicción, fundamento último y supremo de toda posibilidad cognoscitiva, se debe llegar a la conclusión de que en relación a todo sistema matemático hay proposiciones indecidibles, es decir proposiciones de las que nunca se podrá afirmar que son verdaderas o falsas. Pero esto es lo mismo que rechazar el principio del tercio excluido, porque este principio enuncia que toda proposición es verdadera o falsa, y una proposición indecidible no es ni verdadera ni falsa. Es otra cosa, es un tertium aún mal ubicado en el acervo de los conocimientos humanos. No debemos olvidar que una proposición es indecidible porque no se puede demostrar ni que es verdadera ni que es falsa. No es el caso que no se sepa cómo hacerlo, y que en una época posterior, gracias al progreso logrado por las generaciones venideras, se pueda elaborar la prueba. No se puede comparar la indecidibilidad a  la dificultad de saber, por ejemplo, si los canales de Marte son o no obra de seres inteligentes, porque no existe un telescopio lo suficientemente poderoso. La situación es muy distinta. Los trabajos de Goedel demuestran que es absolutamente imposible decidir si las proposiciones construidas por su método son o no verdaderas. Y es imposible hacerlo, porque cualquier decisión sobre su verdad o falsedad lleva inevitablemente a la decisión contraria, porque cualquier decisión nos obliga a aceptar la verdad de dos proposiciones contradictorias. En consecuencia, para que sea imposible esta verdad debemos aceptar que hay proposiciones indecidibles porque en esencia, y no por defecto de los elementos de investigación, son indecidibles, es decir que no son ni verdaderas ni falsas.
El significado filosófico general del teorema de Kurt Goedel es, como se comprenderá inmenso. Antes que nada, muestra la imposibilidad de probar la consistencia de un sistema matemático empleando los elementos del trabajo que se encuentran en él. Hilbert y sus secuaces se habían equivocado cuando creían haber logrado esta hazaña para sistemas de elementos infinitos. En realidad, habían introducido elementos extraños al sistema analizado, elementos pertenecientes a un sistema matemático más amplio, que en relación al sistema primitivo constituía lo que en la técnica de la lógica moderna se denomina un “metalenguaje”. Y como la tesis de Kurt Goedel tiene un alcance general, se aplica también al sistema matemático más amplio. De manera que si no se puede demostrar la consistencia de éste, tampoco se podrá demostrar la consistencia de aquél. Las demostraciones de consistencia ofrecidas por Hilbert y su escuela cometen por lo tanto un “Regressus in infinitum”. Demuestran la consistencia de un sistema matemático, pero para ello deben emplear otro sistema matemático más amplio, cuya consistencia no puede demostrarse. Hilbert reconoció, con la honradez y la humildad que sólo puede tener el genio, el triunfo de Kurt Goedel. Pero no se dio por vencido y emprendió nuevas investigaciones para hallar criterios de consistencia prescindiendo del uso del principio del tercio excluido. David Hilbert versus Kurt Goedel, genio contra genio. Contemplamos una lucha colosal.
Pero la importancia de la obra godeliana no se reduce a este resultado importantísimo para la epistemología de las matemáticas. El teorema en cuestión repercute en la teoría general de la lógica y las vibraciones que produce llegan plenas de energía hasta los mismos campos de la metafísica. Desde el punto de vista lógico, es obvio que significa un golpe definitivo al empleo indiscriminado del principio del tercio excluido. Como todos los sistemas de postulados a los que se aplica la tesis de Goedel, enuncian relaciones entre elementos de conjuntos infinitos, se puede decir que es imposible emplear el principio del tercio en el caso de proposiciones que se refieran a objetos que forman parte de un conjunto infinito. Por ejemplo, proposiciones numéricas de la aritmética y del análisis son proposiciones que se refieren a elementos pertenecientes a conjuntos infinitos, porque el conjunto de los números es evidentemente infinito. Esto es gravísimo, porque gran parte de los más importantes teoremas de la aritmética y del análisis se basan en la demostración por el absurdo, que no es otra cosa que el empleo directo del principio del tertium non datur. Esta situación había sido prevista por la escuela intuicionista, rival de la formalista, fundada por Brouwer y desarrollada por heyting, Skolem y otros. Los intuicionistas han construido un sistema de lógica muy interesante, ene el que se suprime el principio del tercio excluido, y sólo se conservan los principios de identidad y no contradicción. Con este sistema tratan de reconstruir todas las demostraciones de las matemáticas tradicionales. Pero hasta la fecha, a pesar de haber realizado trabajos de gran importancia, han fracasado. Parece que sin el principio del tercio excluido no se puede reconstruir totalmente el cuerpo clásico. Se trata, en verdad de un auténtico “impasse”. Teóricamente la totalidad del edificio matemático se tambalea en forma alarmante. Las matemáticas contemporáneas, por haber sido demasiado rigurosas, han entrado en la crisis más peligrosa de su historia. Esta crisis se extiende a todos sus aspectos, incluso al psicológico. En efecto antes de las demostraciones de Kurt Goedel  los matemáticos tenían una confianza intuitiva en el principio de decidibilidad. Ya en la época clásica se tenía conciencia del asunto, aunque no se había planteado en relación a la consistencia. En todas las ramas de las matemáticas se conocían problemas especiales, de muy difícil solución, que habían sido abordados a través de siglos sin que se llegara a soluciones definitivas. A veces se había podido resolver positivamente como en el caso de la cuadratura del círculo (5) y de la posibilidad de resolver por medio de la extracción de raíces ecuaciones de grado mayor que el cuarto. Pero en muchos casos, el problema había quedado insoluble como un tajante desafía al genio algorítmico del hombre. Conocido es el apasionante caso de Fermat. Este ilustre matemático planteó una serie de problemas a la posteridad, cuydas soluciones pretendía haber encontrado, y no indicó los resultados, para excitar de esta manera el ingenio de sus continuadores. La mayoría de estos famosos problemas no han sido aún resueltos ni positiva ni negativamente. Es natural que la totalidad de los matemáticos que los han abordado se hayan planteado la pregunta: ¿puede o no puede resolverse? No debe olvidarse que el matemático, por solución de un problema, entiende siempre una doble alternativa. La solución es positiva cuando se puede hallar el objeto matemático deseado; es negativa cuando no se puede hallar, porque matemáticamente es imposible que exista. Indudablemente, el planteamiento de la resolubilidad de un problema matemático es equivalente al de la decibilidad de determinadas proposiciones. Porque decir: “tal problema matemático se resuelva positivamente”, es lo mismo que decir “la proposición que dice tal o cual cosa (por ejemplo, el número “e” es trascendente, es verdadera”  y afirmar que dicho problema se resuelve negativamente es lo mismo que afirmar que la proposición correspondiente es falsa. Los matemáticos de todas las épocas, hasta el año 1931 (en que Kurt Goedel publicó su famoso teorema), estuvieron siempre convencidos de que todo problema matemático podía resolverse o positiva o negativamente. Cuando no pudieron resolver alguna cuestión tuvieron la creencia de que su fracaso se debió a la falta de genio o agudeza, o a que todavía no se había creado un instrumento matemático lo suficientemente poderoso para el caso. Los matemáticos creyeron por lo tanto que toda proposición matemática era decidible en relación a un sistema específico de postulados. Esta creencia fue algo más que una mera convicción. Fue el soplo que impulsó al genio descubridor hacia las regiones más recónditas del mundo de los símbolos, la fe ingenua que le impidió descorazonarse para siempre y que le permitió ser orgulloso dentro de su humildad, exclamando: “está bien, yo no he podido, pero otras podrán, el hombre se dará jamás por vencido y algún día se resolverá el problema…”
¿Qué pueden decir los matemáticos después de los trabajos de Kurt Goedel? Si dentro de todo sistema matemático hay proposiciones indecidibles, ¿cómo saber si el problema planteado constituye una proposición decidible o indecidible? ¿Es verdad que Fermat conoció la solución de los famosos problemas que planteó? ¿Mintió o se equivocó? ¿No constituyen acaso algunos de sus problemas cuestiones indecidibles, de manera que jamás podrá saberse si tiene o no solución? Extraña coincidencia que parece justificar la tesis de la interna unidad de la cultura. El siglo XX es un siglo que ha perdido la fe, con diversos matices, se extiende a las diversas ramas de la cultura. La ciencia parecía librarse de la tenebrosa crisis. Mas ello era una ilusión, una ilusión infantil. Hubiera sido demasiado bello. Ni siquiera las matemáticas se han librado. Las ciencias exactas por excelencia han perdido el suelo firme, cuando son más grandes y poderosas que nunca. Y así el hombre del siglo XX cumple su trágico destino: es el hombre sin fe, que lucha con más bríos y desesperación que el hombre de otras épocas. No cree en nada, pero lucha y crea. Es tal vez del optimismo trágico preconizado por Nietzsche.


Pero hay todavía otra consecuencia del teorema de Goedel más importante que las anteriores: una consecuencia metafísica. La Ontología enuncia proposiciones referentes a la totalidad del mundo. En ellas se determinan las propiedades y las relaciones aplicables a todo objeto como tal. Es obvio que estas proposiciones constituyen un sistema de postulados sobre el ser (6). De estos postulados puede derivarse por medio de las leyes de la lógica, una serie de consecuencias, aplicables naturalmente al mismo de objetos al que ellos se aplican, o sea a la totalidad de los objetos posibles, tanto reales como ideales. Y según el teorema de Kurt Goedel, debe de haber proposiciones sobre dichos objetos, que son indecidibles con respecto al sistema ontológico considerado como punto de partida. Esto quiere decir que sea cual sea el sistema teórico que se adopte como una descripción de los caracteres más generales del universo, siempre habrá algunos de estos caracteres que se escaparán de la captación humana. O, lo que es lo mismo: hay ciertas propiedades del mundo (real e ideal) que el hombre puede conocer, pero al lado de ellas hay otras de cuya existencia no puede ni podrá nunca estar seguro. Esto significa un golpe mortal para la metafísica hegeliana que pretendía derivar de unos pocos supuestos, y con el uso exclusivo de la dialéctica, la totalidad de lo real.
Un distinguido epistemólogo, el profesor Katsoff, sostiene que el teorema de Kurt Goedel significa, en forma precisa, lo siguiente: nunca puede haber una teoría completa y definitiva de la realidad. Creemos, sin embargo, que esta conclusión sólo puede afirmarse en el caso de que la realidad contenga un conjunto infinito de objetos. Casi todos los filósofos han creído en la infinitud del mundo, aunque ciertas cosmologías modernas dejan entrever la posibilidad de la finitud. En caso  de ser la realidad finita, el tertium non datur conservaría toda su validez, y todas las proposiciones referentes a la realidad serían, teóricamente, al menos, decidibles. De manera que la obra de Kurt Goedel nos permite enunciar la siguiente conclusión, que filosóficamente posee una importancia prodigiosa: sólo en el caso de que el universo sea finito se puede construir una ontología completa de lo real.
 
* Artículo publicado en la revista Mar del Sur. Revista Peruana de Cultura (Volumen II, No 5, Junio 1949, Lima), páginas 15-27.

Notas:
(1) Ueber formal unentscheidbare Saetse der Principia Mathematica und verwandter Systeme Kurt Goedel. Monasthefte, fur Math. Und Physik. Vol 38 (1931).
(1) La proposición es la expresión del juicio, y clásicamente se define como una expresión que es verdadera o falsa. Los principios lógicos pueden enunciarse en forma similar, tanto con respecto a las proposiciones como a los juicios. Pero la mayoría de los lógicos están hoy de acuerdo en que es mejor enunciarlos en relación a las proposiciones, por ser la noción de proposición mucho más clara que la de juicio.
(2) Sería cansar al lector hacer referencia a las profundas relaciones entre la fundamentación rigurosa del análisis infinitesimal y la teoría de los conjuntos. Sólo diremos que los postulados —bases del análisis— que enuncian relaciones entre números, presuponen que el “conjunto” de estos números es infinito. Esta infinitud numérica, que posee caracteres peculiares, es presupuesta en la mayoría de los desarrollos ulteriores del análisis.
(3) Entre las paradojas más importantes se pueden citar la de Burali-Forti o del conjunto de los números ordinales (la más antigua de todas), la de Russell o de la clase de las clases que son miembros de sí mismas y de la de Richard o de las letras del alfabeto.
(4) En realidad, para que sea válidad la demostración de Kurt Goedel es necesario que los conjuntos de  postulados respecto de los cuales se quiere decir la verdad o falsedad de las proposiciones, cumplan determinadas condiciones. Pero se ha demostrado plenamente que todos los sistemas de postulados empleados por las matemáticas clásicas o modernas, y todos los sistemas de postulado empleados por las diversas lógicas, cumplen estas condiciones.
(5) Mucho se ha hablado sobre el famoso problema de la cuadratura del círculo, y debido al irresponsable diletantismo de algunos escritores, el público culto no matemático se ha formado las más peregrinas ideas sobre este interesante problema, que no tiene nada de raro ni de misterioso. El problema de la cuadratura del círculo consiste en tratar de construir un cuadrado, por medio de la regla y el compás que tenga un área idéntica a la de un círculo. En términos técnicos: se trata de construir por medio de la regla y del compás (y sin ayuda de ningún otro instrumento) un cuadrado cuyos lados tengan el largo pixrxr suponiendo que el círculo considerado tenga la unidad por radio.
(6) Desde un punto de vista estrictamente lógico, es indudable que las proposiciones fundamentales de la ontología (por ejemplo de la ontología formal tal cual la concibe Husserl, o de la teoría de los objetos de Meinong) constituyen un sistema coherente de postulados, en todo comparables a los sistemas matemáticas de postulados. Esto no impide que dichos postulados puedan enunciar caracteres auténticos del mundo.


Otros enlaces: "Apuntes para una teoría de la razón", "Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano", "Consideraciones generales al concepto de lógica jurídica".

viernes, 6 de enero de 2012

La ética de la autenticidad / Charles Taylor


Alex Romero M.

“but, to know a man well, were to know himself”
Hamlet
Ética y Autenticidad
Charles Taylor considera que la modernidad aún posee un ideal moral que le puede permitir al hombre una vida no carente de sentido y que resulte contraria a todas las formas de atomismo y subjetivismo relativista. Tal ideal recibe el nombre de autenticidad.
Aquella descripción sobre lo que puede definirse como un modo de vida mejor y superior, que se ofrece como norma de lo que deberíamos llegar a desear es para la sociedad contemporánea el ser auténticos, es decir, el llegar a ser lo que en nuestro interior somos. En otras palabras, aspirar a una identidad que me defina como un ser único e inconfundible donde cada acto sea realmente mío y esto es, en esencia, anhelar que cada acto del individuo sea genuinamente original. La autenticidad exige que el individuo sea capaz de distinguir aquellos rasgos que configuran su ser único así como también la manera que ha podido configurar ese yo y otorgarle una dimensión significativa.
De acuerdo con Taylor, no es posible que la identidad sea producto de un sujeto autorreferencial, es decir, ajeno a todo marco de referencia u horizonte de significado. Esto es así pues la identidad es ante todo un “yo significativo” donde los criterios y las distinciones relevantes para definir lo que es significativo requieren de “un fondo de inteligibilidad”, un horizonte compartido. Esto último resulta ineludible en la configuración de la identidad pues ella se construye socialmente. Si bien es cierto que el ideal de la autenticidad afirma que cada individuo posee una voz interior que lo hace ser él mismo, esta voz no es monologante sino, por el contrario, es una voz que escucha y habla con “otros significativos”. En otras palabras, cuando hablamos de un yo, estamos hablando de un yo con un otro pues sólo dentro de un horizonte de significado común se puede configurar una identidad real: “Definirme significa encontrar lo que resulta significativo en mi diferencia con respecto a los demás”. Como vemos la autodefinición se puede establecer únicamente, ya sea en diálogo o lucha, con los otros; nuestra propia naturaleza es social (dialógica) y es un hecho que “nadie adquiere por sí mismo los lenguajes para la autodefinición”.
La búsqueda de la autenticidad nos lleva también a Taylor a considerar que la identidad es poder orientarse dentro de este espacio de significaciones donde la búsqueda de aquello que me define implica asumir una serie de compromisos e intereses hacia determinados bienes. El percibirse a uno mismo implica darse cuenta de las evaluaciones que uno ha realizado y que comprometen lo que soy. Tener identidad, para nuestro autor, significa identificarse con aquello que acepto o rechazo, con aquello que considero bueno o malo, con aquello que define mi relación con el mundo. En este punto es necesario establecer la distinción entre el ideal de la autenticidad y el subjetivismo así como explicar por qué las consideraciones éticas o morales son sólo posibles en el primero.

El ideal moral de la autenticidad
El ideal moral de la autenticidad es un ideal compartido pues busca plasmarse en un modelo y constituirse en una norma de cómo deberíamos ser, reivindicando nuestras diferencias individuales en un plano de igualdad. La autenticidad se constituye de igual forma en un criterio compartido entre los sujetos que enmarca sus relaciones, bajo el precepto sé fiel a ti mismo que significa ahondar en la propia identidad, es decir, en aquel horizonte común donde nacen los propios propósitos en relación con los otros. El subjetivismo, por el contrario, no posee ninguna implicancia ética pues se mueve en un espacio donde nada posee significado pues no existe un marco de referencia que nos diga si tal actitud es significativa o no, si tal acción es valiosa o no para el individuo. Esto se debe a que la identidad, que sopesa lo que es bueno o malo, establece compromisos e intereses sobre bienes compartidos, no se construye en solitario sino en relación con los otros significativos creando con ello un espacio de diálogo y crítica indispensable para la ética, el espacio del reconocimiento que hace posible que el ser humano no se atomice ni se entregue a un individualismo empobrecedor y vacío. Es así que la llamada libertad autodeterminada, ante esta carencia del individuo, busca otorgar significado y valor a todo lo que hace (“de forma autónoma y verdaderamente libre”) por el sólo hecho de ser fruto de su libre elección; pero, como lo plantea otra vez Taylor, la constancia de ser una elección propia no lo hace significativo, ella se enmarca en ese mismo subjetivismo donde todas las preferencias del individuo son iguales e intrascendentes para el mismo sujeto.  


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