A Luis siempre
le había parecido absurdo concertar alguna cita por el chat, pues eso era,
según sus propias palabras, “señal ineludible de inmadurez y desesperación”.
Sin embargo, terminada la conversación con Lorena, supo que no estaba tan lejos
de su forma de vida normal. ¿No había resultado muy osado lanzarse de esa
manera y por chat? No, no había sido así. Después de todo no era una
desconocida. Precisamente, la había conocido porque ambos tenían el enlace de
un amigo de la universidad, tal vez del primer año, con el que se hizo algún
improvisado trabajo grupal y que luego se perdió en las reservas de matrícula,
las clases del turno noche o la variación del ciclo de estudios por llevar
pocos créditos. Había conversado con ella en tres ocasiones y, entre los
comentarios de la mejor discoteca de Barranco para los fines de semana o del
último grupo de rock que llegó a Lima, había logrado invitarla a salir.
La luz del
monitor iluminaba su rostro con un color fluorescente y luego de releer el
cuadro de Messenger que contenía la última parte de la conversación donde
encontraba el sí a su pregunta de salir juntos, fue a consultar otra vez su
página personal. Cliqueó hacia la barra de direcciones y pudo encontrarla con
rapidez. No había duda: lo que en verdad lo impulsó fueron las cosas que pudo
leer y ver en su Face. En ella pudo descubrir una serie de datos que, desde el
momento en que la vio como posibilidad, había revisado con esmero (edad, música
preferida, links favoritos, etc.), para ver si tenían algo en común o, en todo
caso, tener más recursos con qué orientarse en la conversación. Pero fue su
foto de perfil lo que en verdad lo cautivó. Había sido tomada de cerca, en lo
que parecía un parque público un día de primavera, ella mostraba su abundante
cabello negro, iluminado con el brillo de sus ojos pardos, que se deslizaba
sobre sus hombros desnudos, y que le daba la apariencia de ser sumamente
delgada. En ella, abrazaba amorosamente a un perrito blanco que contrastaba
maravillosamente con su piel.
A él le hubiera
gustado ser ese perrito.
Lorena era un
verdadero sueño pero Luis se dio cuenta que era momento de dormir. Ya había
cerrado su sesión del Messenger y lo único que le quedaba era abandonar esa
preciosa imagen apagando la computadora. Tenía que dormir necesariamente, tal
vez unas tres o cuatro horas, para no tener la apariencia de haber trasnochado,
pero se arrepintió, canceló la opción “apagar” y abrió una nueva ventana para
ver a alguien más entre sus contactos. Ubicó su lista y encontró aquel nombre
que había dejado en el pasado y que, sin embargo, buscaba todas las noches, sin
quererlo o no, como un tópico permanente en su vida: “Gabriela Salazar / 28 de
febrero / Lima, Perú”. Su foto era la misma de siempre, sonriente, con su
cabello ensortijado cubriéndole los hombros y una chompa negra que ocultaba su
figura. Le gustó verla otra vez pues, al ser la marca visible de un pasado
demasiado reciente, le permitía constatar que su decisión de separase de ella
se mantenía invariable. Recordó que le había dicho, hacía ya mucho tiempo,
empujado por una cuota normal de celos, que cambiara esa foto pues, a pesar de
la ropa, tenía una manera muy coqueta de posar en ella. Y ahora, al verla otra
vez, la sintió más distante que en otras ocasiones, recordó, sin sobresaltos,
que la había amado con la misma pasión inconfundible del que se enamora por
primera vez, pues fue con ella con quien tuvo su primera relación, como también
del juramento que se hicieron de no verse jamás las caras y odiarse toda la
vida. Había querido sacarla de la lista de contactos, pues ya era demasiado
tenerla en cada recuerdo involuntario o, peor aún, encontrarla
involuntariamente en algunos lugares, y lo hizo en ese momento (clic derecho y
listo) con la seguridad de que ella ya lo había hecho desde hacía mucho. Ya era
la ocasión de sacarla de sí y pensar en otros horizontes… Lorena, por ejemplo.
Sólo era
cuestión de esperar y disfrutar de lo que venga…
***
Pudo dormir
hasta tarde pero los sonidos cotidianos de la mañana eran ahora interrumpidos
por un golpe sordo que hacían temblar las ventanas. Los bocinazos de su tío le
indicaron que era mejor apresurarse y no exponerse luego a un incómodo viaje en
combi.
—
¿Listo?—decía el tío mientras probaba con su enorme cuerpo la amortiguación del
auto.
—
Listo—respondió desde una ventana.
Ahora que su
tío lo esperaba, con el auto encendido, para llevarlo al centro de la ciudad,
pensó que la salida de esa tarde sería una oportunidad para reiniciar su vida
con algo distinto y disfrutar de su existencia, sin los tormentos propios de un
amor penitente que enclaustraba las posibilidades de la amistad y el
compañerismo. Sus amigos le habían reprochado desde el principio que su
relación con Gabriela haya sido demasiado absorbente, y que por eso ya no
tuvieran los contactos de antes. Pero eso ya había quedado en el pasado, se
consagraría a sus amigos y a todas las posibilidades que llegaran en el futuro.
Ahora tenía
que bajar de inmediato pues su tío iba a empezar a gritarle.
—Oye, vas a
subir o no —le dijo mientras tocaba frenéticamente la bocina.
—Voy
—respondió Luis trepando al auto de inmediato.
Vivía en Villa
María, en los “arrabales del sur” como solía decir, y acompañaba a su tío las
más de las veces al Centro de Lima pues este trabajaba en una oficina de la
avenida Tacna cerca de su universidad. Como en otras ocasiones, calculó que
demorarían una hora o más llegar hasta el centro. Lorena lo estaría esperando
en el Torky´s de la avenida Wilson para comer y luego ir a ver una película
recomendada, en uno de los cines del jirón de la Unión.
—Tío, yo bajo
por aquí mejor —indicó dirigiendo su mirada a la entrada del jirón Quilca.
— ¿No ibas a
la universidad? —preguntó su tío mientras se estacionaba.
—Hoy no tengo
clases, sólo vengo a ver a una flaca —respondió con una sonrisa.
—Ah, buena
sobrino, no olvides llevarla a un buen lugar —afirmó el tío mientras le
palmeaba la espalda al ir saliendo del auto—. Yo creo que te voy a cobrar la
movilidad la próxima vez, Casanova.
Luis le hizo
adiós con la mano y se dirigió luego a Quilca para pasear un rato, pues había
llegado temprano. Tal vez encontraría un buen libro para hojear o, mejor, un
par de amigos con los que podría tomar un par de tragos antes de su encuentro
con Lorena.
Se dirigió al
primer puesto que vio luego de esquivar a los noctámbulos que salían del Averno
y otros lugares similares, muchos de ellos visitados por escritores consagrados
o profesores de literatura que se alimentaban, de vez en cuando, con una cuota
normal de alcohol y marginalidad. Al ver los estantes y los libros en ellos,
notó que no era el puesto que buscaba. Era uno de los tantos que iban brotando
por ese lugar, especializados en medicina o administración. Los odiaba, pues
sus libros, los que guardaba como joyas en su biblioteca, no podían ser así,
voluminosos y fríos, sino aquellos escritos por gente de verdad que daba su
vida en ellos. Retrocedió inmediatamente de la entrada y volteó sin pensarlo
dos veces, sobre todo porque una de las vendedoras del lugar, obesa y con un
periódico chicha en la mano, lo iba a abordar ya con el último libro de “El
secreto” o, peor, con la novedad bibliográfica de “Yo le robé al que se robó tu
queso”.
Caminó al
siguiente puesto y lo reconoció de inmediato. No tanto por los cientos de
libros apilados que llenaban la atmósfera de una inabarcable y rancia sabiduría
sino por la figura acurrucada y envuelta en fardos que, frente a un vetusto
computador tan empolvado como los libros que lo rodeaban, tecleaba
furiosamente.
El cholo José
levantó la mirada y esbozó una sonrisa.
—Hola hermano,
qué milagro —dijo mientras estiraba los brazos para distender su espalda.
—Hola hombre,
qué tienes para mí —preguntó mientras trataba de reconocer entre los estantes
algún libro nuevo.
—Tengo un par
de cosas que te pueden gustar —el cholo José se levantó y acomodó su silla con
rapidez—, pero tienes que ver esto primero…
Luis se
aproximó y vio cómo el cholo José hacía un movimiento rápido con el mouse para
abrir una carpeta.
—De hecho que
te va a gustar —dijo mientras seleccionaba una de las imágenes del archivo—
porque tú has estudiado literatura, ¿no?
Luis asintió y
pudo ver en la computadora la imagen escaneada de una vieja revista (¿o
periódico?) de comienzos del siglo pasado. Las páginas eran enormes y con el
clásico color amarillento de los años trascurridos.
—Mira, qué
chiste… —comentó el cholo José cuando se detenía por azar en una de las páginas
escaneadas que decía en grandes moldes “EL PERÚ HA DECLARADO LA GUERRA” y en la
página siguiente, en letras pequeñas, “le ha declarado la guerra al
aburrimiento porque todos tomamos Pilsen Callao. Auténtica amistad, auténtica
cerveza”—, estos peruanos del ayer eran unos pendejos jaja.
A los pocos
segundos, se detuvo otra vez, ahora en la parte final de una las páginas.
— Aquí está.
Luis vio un
poema cortado en dos, pues los tres versos finales acababan en la siguiente
hoja. En esta también figuraba el nombre del poeta: Carlos Oquendo de Amat.
—Es un poema
inédito, “El hombre sin brazos” de Carlos Oquendo de Amat —dijo el cholo José
con visible orgullo —, ya le vendí la primicia a un profesor de San Marcos para
que lo publique junto con un estudio preliminar—empezó a frotar sus manos
distraídamente—. Caminar entre cachineros los domingos me ha traído frutos y
además, mira —señalando unas revistas apiladas—, conseguí algunos números de
Mundial y Variedades.
—Una de estas
te acompaño a buscar…
—Claro, pero
tienes que venirte como pordiosero, de lo contrario te pueden calatear —dijo
cerrando el archivo. A Luis le hubiera gustado leer otra vez el poema.
—Mándamelo
—pidió señalando la computadora—, para enseñárselo a mis colegas.
—Nada,
compadre, hasta que se publique —el cholo José se levantó sonriendo y se acercó
a uno de los estantes—. Te dije que tenía un par de cosas para ti.
Revisó los dos
libros que le alcanzó pero no se convenció por ninguno. Uno de ellos se iba a
deshojar en un par de semanas y el otro era demasiado erudito, recargado con
notas a pie de página.
Después de una
breve conversación, se despidió e incursionó en otros puestos para seguir
matando el tiempo hasta que llegara la hora de encontrarse con su cita.
***
La vio bajar
de un bus enorme de la línea 33B, tan morado y antiguo como la misma procesión
del Señor de los Milagros. Vestía de negro y no llevaba abrigo. Luis vio cómo
ella caminaba hacía él para luego prodigarle un ligero beso en la mejilla. Se
veía muy bien, no había duda, con unos tacos que estilizaban su cuerpo y un
primoroso maquillaje que recién apreciaba, en ella y en cualquier mujer, pues
su ex nunca se animó a usar tales cosas (“Es cosa de viejas, amorcito, y además
maltrata la piel. Tú sabes que sólo uso mi labial, con eso me defiendo…”) Por
supuesto, Lorena era diferente y él empezaba a disfrutarlo con sólo
contemplarla.
—Hola Luis,
disculpa la demora. No pude llegar antes —dijo con ojitos tristes—, ¿me
esperaste mucho?
— No te
preocupes —dijo acercándose más a ella— que yo era el que tenía miedo de no
haber llegado a tiempo.
—Eres muy
lindo, pero seguro me estás mintiendo y me has tenido que esperar, ¿no?
—Bueno, creo
que un poquito —contestó con una sonrisa dulce.
—Qué tierno
eres, Luisito. Te prometo que no volverá a pasar.
La pollería
estaba a unas cuadras por lo que la tuvo que escoltar hacia el lugar. A pesar
de lo ruidoso de la avenida Wilson pudo escuchar el rítmico taconeo de Lorena
mientras avanzaba y lo disfrutó. En pocos segundos, llegaron a la primera
parada que había planeado para esa salida.
El lugar tenía
el aspecto de toda pollería que se precie, iluminado con luces de neón, verdes,
amarillas y rojas que se correspondían con los mismos colores de los chisguetes
que contenían las peruanísimas cremas, indispensables en cada una de las mesas.
Por supuesto, las presas que salían del horno industrial eran colocadas en la
vitrina más próxima a la calle para convertirse en tortura o afán de consumo de
los transeúntes. El movimiento al interior era intenso, los mozos con
amarillentos mandiles iban de un lugar a otro con enormes de bandejas que
equilibraban con una sola mano y en cuya cima se encontraba, casi siempre, un
pollo entero, junto con su ración de papas, ensalada y gaseosa. Al ser un lugar
reducido, aunque de dos niveles, la proximidad del horno hacía que el vapor se
impregnara en la ropa dejando constancia de lo que se comía mucho después.
—Qué suerte
que me hayas invitado hoy —dijo Lorena mientras extendía su humectado cabello
hacia atrás.
— ¿Por qué?
— ¡Porque me
moría de ganas de comer un pollo a la brasa! —exclamó en el preciso momento en
que dirigía su diminuta y graciosa nariz a la mesa contigua—. Huele rico, ¿no?
—Claro.
Espera, voy a pedir —extendió la mano y gritó—, ¡mozo!
—Espere un
momentito —contestó uno de ellos que se dirigía raudo a una mesa voraz—, ahora
lo atiendo.
—Y después, ¿a
dónde me vas a llevar? —preguntó ella dirigiéndole un sonrisa atrevida que
remarcaba el brillo de sus labios gruesos— No me has dicho nada hasta ahora.
— Vamos a ver
una película, ¿qué te parece?
— Pero, ¿cuál?
—Se llama
Hostal 2
— ¿No es una
de terror?
—Creo que sí…
—Pero me va a
dar mucho miedo… —Lorena se acurrucó mientras hacía un breve puchero.
— No va a
pasar nada, además vas a estar conmigo.
— ¿Me puedo
abrazar a ti?
—Claro.
—Qué lindo
eres.
Luis le sonrió
con picardía y la miró fijamente, pero pudo notar que el mismo mozo pasaba veloz
y no se detenía en su mesa.
—Mozo, estoy
esperando.
—Un segundo,
señor. Acabo este pedido y estoy con usted —contestó ajetreado.
—Pero esas
personas llegaron después…, atiéndame primero —reclamó.
—Está bien,
señor, qué desea.
—Luisito,
primero que limpie la mesa. Está un poco sucia.
—Ya escuchó a
la señorita.
—No tengo con
qué limpiar ahora. Deme su pedido —explicó apresurado.
—No tengo
dónde apoyarme, me voy a ensuciar.
—Un momento,
¿qué va a pedir?
—Dos cuartos
de pollo, ensalada y papas.
—Ahorita se
los traigo—el mozo se retiró veloz con su grasosa carta de pedidos.
—Ése debería
traer algo con qué limpiar —comentó enojada Lorena mientras examinaba sus
mangas—, ¡ay, me manché!
—Aquí está su
pedido —dijo el mozo que se había deslizado presto de un extremo a otro y ya
iba colocando los platos con pollo y demás complementos frente a los dos
mientras Lorena miraba una sus mangas.
— ¡Pero no ha
limpiado la mesa! Mire, me he ensuciado por su culpa.
— Disculpé,
señorita, aquí traigo el trapo —el mozo sacó una cosa negruzca y húmeda que
tenía algunos restos de ensalada entre sus pliegues—. En un segundo lo dejo
limpiecito.
—Agghh, es
usted un asqueroso.
—Servidos, que
les aproveche —invitó el mozo mientras le daba la última vuelta al trapo sobre
la mesa y se marchaba sin escuchar a nadie.
—Tranquila,
flaquita, todo está bien. Acabemos de comer y nos vamos al cine, ¿sí?—pidió
Luis tratando de tranquilizarla y rogando que no se le malograra el plan.
—Ok, flaquito
—contestó ella un poquito alterada pero feliz con la sonrisa conciliadora de
él—, pero jamás regreso a este lugar…
—No te
preocupes. No te vas a acordar de este sitio otra vez —le sonrío aliviado en el
preciso instante que dirigía su puntería a una hilacha de pollo.
A pesar de la
mala elección del lugar, Luis notó que Lorena se encontraba contenta mientras
comía lentamente sus papas fritas, levantando el tenedor hacia sus labios
provocativos y mirándolo ávida de escuchar otra de sus anécdotas que resultaban
para ella de una gran novedad. Luis se sorprendió. Hacía mucho tiempo que no
era capaz de mantener una conversación tan agradable y entretenida con alguien,
sobre todo con una fémina que le llamara la atención. Tal vez la razón era el
tiempo transcurrido con Gabriela. La relación con ella lo llevó a sentirse nada
interesante, ya que cada uno sabía absolutamente todo lo del otro, las
anécdotas originales habían desaparecido de inmediato y el trajín de la
relación había vuelto todo un mayor sinsentido. Por suerte, eso había quedado
atrás, Lorena se deslumbraba ahora con sus maneras y su sentido del humor. No
había duda de que lo mejor había sido enterrar a Gabriela en lo más profundo,
junto con su rostro adusto y su afán de cuestionarlo y criticarlo cada vez que
se “equivocaba” con ella.
— ¿Listo? —le
preguntó cuando notó que dejaba el último huesito en el plato.
—Vamos —Lorena
se limpiaba delicadamente los labios e inmediatamente después abría su diminuta
cartera para sacar un espejito que le dijera que era la más bella y lo sería
más con un toque de maquillaje—, me va a gustar ver esa película junto a ti
—agregó coquetísima.
— ¡Mozo, la
cuenta!—gritó Luis mientras deslizaba su mano a la parte posterior de su
pantalón para sacar su billetera. Tuvo que elevarse unos centímetros de la
silla para poder sacarlo de su bolsillo sin problemas, pero sólo sintió la tela
suave de su pantalón (algo apretado, como le gustaba en salidas como ésta).
— ¿Te pasa
algo, Luisito? —le preguntó extrañada Lorena al ver su rostro alarmado.
—No, nada,
sólo que no encuentro mi billetera.
— ¿En serio?
—Lorena abrió más los ojos en señal de alerta pero luego esbozó una sonrisa. —
Qué mentiroso eres. Ahora no te voy a creer nada de lo que me dices por
gracioso.
—No estoy
seguro dónde lo he puesto, debe estar por aquí…—Luis se levantó completamente
de su asiento y empezó a palparse ambos bolsillos traseros e, inútilmente, los
delanteros.
— ¿No se te
habrá caído por el piso? —Preguntó Lorena en un tono más alarmado— Fíjate si no
está cerca de tu silla —dijo mientras levantaba un poco el mantel y bajaba la
cabeza para verificar.
—No, no hay
nada…
— ¿No lo
habrás perdido en la calle?
—No sé…
— ¿No lo
habrás olvidado en tu casa?
—No creo
—contestó casi sin pensar pero de pronto su ademán de insistente búsqueda se
detuvo y recordó que durante su viaje y el recorrido que hizo por Quilca no
había comprado nada. No había pagado la movilidad puesto que su tío lo había
traído en su auto, ningún libro o revista lo habían movido a gastar y no había
encontrado amigo alguno para tomarse una cerveza. Después de unos segundos más
de constatación tuvo que decirle: “tienes razón, lo he olvidado en mi casa”.
— ¿Y qué vas a
hacer? De hecho que ya no podremos ir al cine —comentó compungida Lorena.
— ¿No podrías
prestarme para pagar? —preguntó Luis alarmado.
— ¿Qué?
—contestó indignada— No, papito, yo no tengo nada. No creí que iba a tener
problemas con alguien como tú…, pero creo que me equivoqué.
Luis notó que
lo último que le dijo hizo que ella agriara el rostro tanto que recordó a
Gabriela. Era el colmo. Él no había tenido la culpa y sin embargo ella lo
miraba como si fuera la peor cita de la historia. Sus palabras dulces y sus
gestos provocativos habían desaparecido y sólo había quedado de ella el
bamboleo impaciente de uno de sus pies que en verdad lo exasperaban. No tuvo
duda de que cuando saliera del aprieto probablemente no la volvería a ver, pues
se había convertido para ella en un paso en falso.
Para ser su
primera salida después de Gabriela todo había terminado en un verdadero
“desastre”.
—Mira —en un tono
que insistía ser conciliador y que buscaba estar acorde con sus esperanzas aún
no perdidas—, mi tío trabaja cerca de aquí, en la avenida Tacna. Tal vez me
pueda prestar algo de dinero para pagar. Sólo tendrías que esperar un poco,
¿está bien?
— Ok, pero
deja tu casaca —dijo Lorena—. No vaya a ser que te vayas y me dejes sola con la
cuenta.
“Era el colmo,
pensó Luis, verdaderamente el colmo. Esta flaca alucina que ha salido con un
estafador o algo peor, ¡cómo me va a decir algo así!” Su sorpresa resultó
mayúscula cuando notó que ella seguía inmutable, sin el gesto inmediato de
alguien que ha cometido un imperdonable desliz, como si no le hubiera dicho
nada que lo pudiera ofender. Él sólo atinó a decir algo que seguía siendo
conciliador, sí, pero para él mismo, para no mandarla…, muy lejos.
—No te
preocupes —le dijo palmeando su casaca colocada en el espaldar de la silla—, yo
la dejo aquí y pronto regreso.
—Sí, pero no
te demores.
Al salir a la
calle respiró el aire frío de ese atardecer invernal en Lima. Volteó hacia la
ventana de la pollería y, entre las cabezas de los comensales, distinguió a
Lorena con ese gesto antipático en el rostro. Le provocó irse y no volver a
entrar al local para darle una lección, pero recordó que ella tenía su bendita
casaca y, por lo atrevida que era, sería capaz de regalársela al mozo para que
la dejara salir. Luis caminó hacia la avenida Tacna con la convicción de que,
apenas recibiera el dinero de su tío, llegaría donde ella y, luego de pagar la
cuenta, se despediría inmediatamente de aquella flaca que le había hecho más
amargo el problema.
Poco después
pudo divisar la oficina de su tío que era una de las más negruzcas por el smog
de la avenida Tacna. Subió las vetustas y empinadas escaleras, pero sospechó
que le iba a ir mal pues el ambiente donde trabajaba su tío se encontraba
cerrado, cosa que sucedía en pocas ocasiones, pues, por experiencia personal,
sabía que esta permanecía abierta para así no intimidar a los inopinados
clientes que se arriesgaban a subir. La puerta cerrada podía significar muchas
cosas, pero sobre todo anunciaba la llegada de algún representante de la Sunat
o un cliente enojado que vino a reclamar por un trabajo incompleto.
—Jovencito,
¿cómo está? ¿Viene a ver a su tío? —Luis escuchó una voz amable a sus espaldas
y de inmediato supo que era Pedrito, el ayudante de limpieza de la oficina.
—Hola,
Pedrito. ¿Estará por aquí mi tío?
—No,
jovencito, salió a visitar a su compadre en Comas. Lo llamó para un negocio,
creo —contestó Pedrito con la escoba levantada unos centímetros del suelo y una
permanente sonrisa provinciana, agradecida y amable.
—Bueno,
Pedrito, dile que vine para pedirle un favor. Ya lo veré en la casa.
—Ya,
jovencito, hasta luego.
Se deslizó
rápidamente escaleras abajo y ya en la calle sólo atinó caminar de regreso a la
pollería sin saber en realidad qué iba pasar. Alucinó que tendría que tendría
que lavar platos por unas horas pero luego se acordó que eso sólo lo había
visto en películas y series gringas. Unos momentos después ya había cruzado la
puerta de entrada de la dichosa pollería.
—Te has
demorado —le dijo ella apenas él se sentó, sin la menor intención de ser
agradable.
—Mira, Lorena,
lo que pasa es que no encontré a mi tío, subí a su oficina y no…
— ¡Qué!
—Lorena se levantó de inmediato y cogió veloz su diminuta cartera—. Mira, no
voy a perder más mi tiempo contigo, me voy —se acomodó el vestido y caminó con
sus ruidosos tacos—. Eres de lo peor…, no te atrevas a llamarme otra vez, ¿ok?
Luis vio cómo
Lorena traspasaba la puerta y mandaba al diablo al primer ambulante que se
acercó a ofrecerle un turrón arequipeño. No pudo dejar de sonreír con el gesto
iracundo de ella y suspiró aliviado al no tener que soportarla un segundo más.
Era lo mejor…
Pero al poco
rato recordó dónde se encontraba y por qué. Le hubiera gustado mandar al diablo
al mozo que vendría a pedirle la cuenta y a Lorena que ya instalada en su
paradero era la prueba viviente de lo difícil que era seguir después de su
desastrosa relación con Gabriela. “¿Y ahora qué? ¿A quién le pido plata?”,
pensó mientras abarcaba con su mirada a todos los comensales sin reconocer
absolutamente a nadie.
— ¿Qué más me
puede pasar hoy, por Dios? —murmuró.
La pregunta
que había lanzado a este mundo sordo e indiferente sin esperar respuesta se
resolvió inmediatamente ya que, segundos después, entraba a la pollería una
despampanante Gabriela en compañía de un tipo mucho más alto y apuesto que él,
con ese inconfundible y diabólico tono de labial en la boca.
—Señor,
disculpe —dijo el mozo al acercarse—. Estas personas van a ocupar la mesa,
¿podría cancelar ya su cuenta, por favor?
—Hola, Luis,
¿cómo estás? ¿Por qué tan solo? —le preguntó Gabriela en un malintencionado
saludo y que era para él la última banderilla de la noche.
Álex Romero Meza
Lima, 18 de febrero del 2012
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