martes, 31 de enero de 2012

El fracaso del proyecto ilustrado en Tras la virtud de Alasdair MacIntyre



Alex Romero M.

Alasdair MacIntyre en Tras la virtud nos plantea, como una de las tesis centrales de su argumentación, el grave estado de desorden conceptual en que se encuentra el lenguaje moral de la sociedad contemporánea. Los términos clave de la ética, al carecer de un contexto general de sentido, se han convertido en fuente de confusión y caos para los individuos, reduciendo y falseando con ello los preceptos y normas que el hombre asume en sus distintos modos de vida. Esta dimensión de la crisis, ignorada por la mayoría, ha traído una serie de consecuencias que afectan nuestro desenvolvimiento como agentes morales. El debate y los conflictos de índole moral, por ejemplo, se asumen como la confrontación de premisas o postulados incompatibles e inconmensurables donde sólo se expresa una preferencia o inclinación afectiva, sin la posibilidad de establecer un criterio común que otorgue validez a determinados cursos de acción sobre otros.
El proyecto ilustrado de justificación de la moral tenía que fracasar, según MacIntyre, por carecer de aquella matriz teleológica que le otorga sentido a todos los conceptos clave de la ética y con la cual es posible fundar racionalmente un orden moral objetivo. El fracaso moderno de justificar la moral teniendo como base la razón se debe a ese desfase entre los preceptos y normas morales y una determinada concepción de la naturaleza humana que ignora los propósitos y fines que le son propios. El “esquema moral” de la ilustración es incompleto pues se niega a aceptar una esencia humana que defina su verdadero fin.
La tradición clásica y el marco creencias del teísmo cristiano es el trasfondo cultural que  da pleno sentido a conceptos como “hombre” o “ética”, asumiendo un esquema moral que da funcionalidad a tales términos. Dicho esquema teleológico asumía tres elementos indesligables: El hombre-tal-como-es, el hombre-tal-como-podría-ser-si-realizara-su-naturaleza-esencial y los preceptos morales que hacen posible el tránsito de este primer estado al segundo. La concepción moderna del hombre se reduce sólo a este primer estado privando a la ética y, con ella, a toda la normativa y reglas de carácter moral, de su razón de ser: determinar cuál es el fin del hombre y cómo alcanzarlo. El objetivo de fundar una moral en base a la razón es absurdo sin una metafísica semejante a la de Aristóteles, que entienda al hombre como un ser en potencia y con ello lograr establecer un vínculo entre lo que es y lo que puede y debe ser. Uno de los errores de la Ilustración fue precisamente el asumir que una premisa factual no lleva en ningún caso (incluidos conceptos funcionales como “hombre”) a una premisa valorativa.
La fundamentación moral de la Ilustración y su consiguiente fracaso obedece al rechazo de la filosofía y ciencia aristotélica como del abandono de las teologías protestante y católica, es decir, se debe al haber dejado de lado el trasfondo histórico (salvable, según el autor, por medio de una filosofía de la historia y el deseo de retomar la tradición clásica) que había dado aquel contexto general de sentido a las normas y preceptos morales propios de una teleología, donde el hombre, para serlo, cumple con las funciones y compromisos que le son propios.
Una de las consecuencias de este proyecto trunco de la modernidad es, evidentemente, no lograr establecer un criterio unificador de los preceptos morales, de su jerarquía, de su grado de implicancia en la vida de los seres humanos. Los imperativos categóricos piden al hombre obediencia como si se lo estuvieran pidiendo a seres abstractos, sin historia, sin una vida concreta a la cual remitirse, como poseedores de una razón que “no comprende esencias o pasos de la potencia al acto”. Este reduccionismo de la razón humana a una razón del cálculo, propia de la aritmética, lleva a que aquello que se acepta como regla moral sea objeto de un consenso ficticio pues es ajeno a las actuaciones morales de la vida ordinaria donde los conflictos nos empujan muchas veces a desobedecerlos. Al carecer de un sustento objetivo real, las normas y preceptos apelan únicamente a nuestras inclinaciones y preferencias subjetivas.
El emotivismo podría considerarse la consecuencia de este fracaso pues asume con profundo escepticismo de la posibilidad de dar una justificación racional de la moralidad objetiva. Para esta postura los juicios propios de la ética son expresiones de emoción que no pueden ser verdaderos o falsos, son meramente expresiones factuales que no se ven alterados con ningún elemento valorativo: la diferencia entre “usted ha obrado mal al robar ese dinero” y “usted robó este dinero” es sólo de tono o de signo de admiración para los emotivistas. La razón ilustrada, al no conciliar con una razón que dé lugar a una teleología, ha hecho que nosotros no seamos capaces de responder a esta postura emotivista y a sus postulados con esta supuesta igualdad entre afirmaciones con elementos valorativos y afirmaciones sin elementos valorativos.

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