Álex Romero Meza
Nunca nadie me ha llamado loco…, y no
tienen por qué hacerlo, pues, en estos treinta y dos años, mi vida ha
transcurrido en lo que la mayoría llama una “vida normal”. No he sido hombre
víctima de los comentarios de balcón ni he ido más allá de los deseos propios
de mi época, soy, como diría algún alma entendida, producto de una sociedad que
me hace consultar dos veces con el dentista y habitante de una ciudad que me
conduce a través de veredas y plazas a cualquier parte que desee, siempre y
cuando aparezca en un mapa de avenidas y calles.
No diré mi nombre pues no lo considero
necesario. No es mi propósito hacer de esto una biografía, aunque sea un
excelente material de estudio para conocer el alma de un hombre, sino el de
entregar un testimonio; y si algo debo apuntar aquí es la profesión que llevo y
que me hace ser mi propio objeto de estudio: la psicología.
Siempre, desde que tengo memoria y sobre
todo desde que ingresé a la universidad, he sido mi propio objeto de análisis.
Los compañeros de mi Facultad criticaban mi inclinación por esa tradicional
psicología negativa (que se centra únicamente en las alteraciones mentales y no
en las distintas manifestaciones de la psique humana como la alegría, el
optimismo, etc.), pero ¿acaso la ciencia no ha surgido a partir de enfermedades
y necesidades de todo tipo? Siempre me han gustado los casos de esquizofrenia y
creo que nunca me podré desligar de sus estudios. Valoro también lo otro —soy
un hombre de criterio— pero creo que el desarrollo de la psicología positiva es
labor propia de almas sencillas y nobles, de autores de best séller, o
terapeutas de televisión.
Me he dedicado al estudio de la
esquizofrenia desde hace muchos años y, aunque el profundizar en estos temas me
ha hecho descuidar mi entorno y vivir en soledad, me ha llenado de muchas satisfacciones
y de metas, sobre todo en los descubrimientos neurológicos y la importancia
social que tiene esta enfermedad. Sería demasiado comentar cada uno de ellos pero
no podría dejar de mencionar que los síntomas generales de la psicosis,
aquellos que espantan a la mayoría y que trae como consecuencia la reclusión de
un pobre hombre en el manicomio, acercan más al genio y al demente que a
cualquier hombre considerado “ecuánime”
y “pleno” en sus facultades físicas y mentales.
La fascinación con la que me consagrado
a mi trabajo, mis estudios nocturnos y mi afán de auto análisis en estos casos
extremos, han traído una serie de consecuencias en mi vida, y tal vez sea la
razón principal por la que esté escribiendo estas líneas. No podría recordar la
fecha de aparición de cada uno de mis síntomas, pero la transferencia que he
recibido de mis pacientes en tratamiento es inobjetable. Mis sueños refieren
exclusivamente a la alucinación de mis pacientes y sin embargo no he podido desprenderme
de mi investigación, he procurado descansar pero la urgencia del trabajo no me
ha permitido otra cosa más que seguir. Inexplicablemente, estos problemas
fueron disminuyendo —permitiéndome continuar con mayor confianza— hasta el 29 de diciembre pero resurgieron de
modo traumático el 28 de enero.
No seré acucioso en los detalles por lo
breve que debe ser cualquier informe de hospital (muchas descripciones se pueden ahorrar
utilizando sólo terminología médica).
Una noche me encontraba sentado en el
escritorio de mi habitación cuando vi pasar la figura de algo horrendo. Era una
criatura enorme y de largos cuernos que me miraban desde el otro extremo de la
habitación; su rostro era indefinible y, aunque resultaba grotesco e imposible
a la vista, tuve la impresión de que se parecía a mí. Sé que esa imagen (¿la
mía?) era producto de una mente fatigada por el excesivo trabajo y la falta de
sueño pero, aunque esto vaya en mi contra en la declaración oficial y
especializada de mi estado, ¡era tan real!
Siempre pensé que la mente era capaz de
crear demonios extraños, y el mío ahora estaba frente a mí, en el umbral de la
puerta, en mi habitación, a unos pasos de mi escritorio. Yo sé que todo eso no
es real, me agarro la cabeza insistiendo que es así, intento moverme de la cama
pero no puedo hacerlo, la figura de ese demonio que aparece y desaparece por
momentos, en los matices claros y obscuros de la ventana, a su libre albedrío.
Sé que todo eso rebasaba los límites de
la normalidad, aún para mí que cuestiono esa idea con vehemencia, pero la
imagen persistía, en los momentos de sosiego y tranquilidad de mis estudios, en
los pasadizos del hospital, en cualquier árbol que se moviera con el viento.
Consulté con el único amigo que podría confiarle estas cosas, me escuchó con
tranquilidad y, profesionalmente, con la misma actitud segura con la que yo
trato a mis pacientes, me pidió que no perdiera la calma, que lo sucedido era
producto del estrés y la ansiedad por los casos que atendía, e insistió que
tomara un descanso fuera de la ciudad.
El cambiar de ambiente y sobretodo el
compartir una vida común con alguien tan cercano a mí me hizo mucho bien los
primeros meses. Mi madre me levantaba a las ocho y me daba a tomar un delicioso
néctar que ella misma preparaba, el mismo que tomaba cuando era pequeño, y me
apresuraba a que saliera a darme una ducha y fuera a caminar por los distintos
lugares del pequeño e inolvidable poblado de B***
Mi amigo, a pesar de sus múltiples
ocupaciones, no me olvidó y vino a verme semanas después. Analizó mi estado con
detenimiento y me dijo que daba índices de mejoría, sin embargo, e
inmediatamente después de que se despidiera de nosotros, caí en un cuadro de
crisis nerviosa que me arrastró a la cama. Mi madre estaba preocupada y me
explicó que posiblemente el hecho de que haya recordado todos mis síntomas en
esa breve visita me condujo a tal estado. Dormí unas horas en mi habitación. No
sé lo que pasó en esas horas (el pedazo de papel que me dieron se está
acabando) dormía tranquilamente y sin ningún sueño, pero desperté de improviso
arrastrado por una fuerza interna y escuché un grito, ¡era mi madre! Corrí
alocadamente por la escalera y llegué a la cocina, en el mismo momento en que
el demonio la atacaba, ella cayó de un desmayo, desesperado me abalancé sobre
él y luchamos.
Perdí el conocimiento.
Lo que sucedió después de eso no lo
recuerdo, me enteré que mi madre había muerto y que yo iba a un hospital de
enfermos mentales acusado de asesinato; he estado amarrado por algunas semanas
pero ya me soltaron las muñecas.
Escribiré más cuando me den otro papel…
Lima, 07 de marzo del 2006
buen relato
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