Una de las mejores novelas de
Mario Vargas Llosa es, sin duda, La guerra del fin del mundo. Como narración
que busca competir con la realidad y suplantarla —la llamada novela total—
revela una serie de aristas sobre nuestra condición humana: la salvación, la
religiosidad, la ambición política, como también el poder, el honor, el
fanatismo, entre otros. Es justamente el fanatismo (y su capacidad de
trasformación de la vida humana y su historia) un tema revelador para el lector
que se plantea las mismas preguntas que el Barón de Cañabrava y otros
personajes de la novela: ¿cómo fue posible que una muchedumbre de vagabundos,
pordioseros, miserables y delincuentes hayan podido remecer los cimientos de la
naciente república del Brasil?, ¿cómo
fue posible que esa gente sin cañones y escasos fusiles haya podido derrotar a tres
expediciones militares? La respuesta puede ser simple y resumirse en una
palabra: el fanatismo. Sin embargo, dicha palabra nos lleva a un estado de
completa perplejidad cuando, trascendiendo expresiones despectivas del tipo
“son unos fanáticos”, nos interpelamos sobre aquel “apasionamiento y tenacidad
desmedida en la defensa de creencias u opiniones” (RAE). Los personajes más
cautivantes que desfilan en las páginas de La guerra del fin del mundo revelan
los distintos alcances que puede tener esta forma de estar y concebir el mundo.
“El hombre era tan flaco que
parecía siempre de perfil”.
El Consejero es un hombre que
practica su fe en el “Buen Jesús” a través de una vida estoica, llena de
suplicios y sacrificios que admira a las gentes de los pueblos miserables del
sertâo brasileño. Ellos lo ven rezar sobre piedras y limpiar con unción capillas
y cementerios. Es la vida del Consejero, “el fulgor milenarista de sus ojos” y
su “lacónico verbo mesiánico” lo que lleva a que gente de diversa condición
—entre los que destacan los peores bandidos de la región como Pedraò, Pajeú y
el demoníaco Joaó Satán— sigan al profeta con la promesa de salvación al fundar
una nueva Jerusalem en la tierra de Canudos y rebelarse al Can, es decir, a la
república brasileña. Los hombres y mujeres miserables que han vivido en la más
profunda miseria y han sufrido la violencia más abyecta pueden vivir, gracias a
la prédica del Consejero, de otra manera aquella pobreza y violencia como
medios purificadores, para derrotar al mal y ganar la salvación. ¿Qué puede
tener de cuestionable ese “fanatismo”, se pregunta otro personaje (el padre
Joaquim), si la fe en el “Buen Jesús Consejero” ha dignificado la vida de los
desvalidos y ha dado paz a los que solo sembraban dolor y sufrimiento por toda
la región?
“Esas violencias, muertes, robos,
saqueos, venganzas, esas ferocidades gratuitas, como cortar orejas, narices.
Toda esa vida de lucha e infierno. Y, sin embargo, ahí está, también él, como
Joao Abade, como Taramela, Pedrao y los demás… El Consejero hizo el milagro,
volvió oveja al lobo, lo metió al redil. Y por volver ovejas a lobos, por dar
razones para cambiar de vida a gentes que solo conocían el miedo y el odio, el
hambre, el crimen y el pillaje, por espiritualizar la brutalidad de estas
tierras, les mandan ejército tras ejército, para que los exterminen. ¿Qué
confusión se ha apoderado del Brasil, del mundo, para que se cometa una
iniquidad así? ¿No es como para darle también en eso razón al Consejero y
pensar que efectivamente Satanás se ha adueñado del Brasil, que la República es
el Anticristo?” (Pág. 418).
Existen en la novela otros
personajes marcados por ese apasionamiento y tenacidad desmedida que es como se
define el fanatismo. Podríamos mencionar al frenólogo y revolucionario Galileo
Gall que ha consagrado su vida a la “Idea” de una sociedad sin clases y que, al
escuchar sobre la rebelión de Canudos, decide ayudar a sus hermanos porque
luchan —por razones distintas a la suya— por liberarse de la opresión y vivir
sin egoísmos. Gall es un hombre que cree en la ciencia y rechaza el
oscurantismo de los que ostentan el poder. Él la ejerce leyendo en las
protuberancias o depresiones de los cráneos los rasgos de definen el
temperamento y carácter de las personas. Podríamos mencionar además la actitud
incansable de Rufino —guía que conoce el camino para llegar a Canudos y que fue
contratado por Galileo Gall— cuyo
sentido tajante del honor lo conduce a su propio final y de los que lo
traicionaron. Podemos mencionar también a un fervoroso creyente de la república
como el coronel Moreira César, el “jacobino”, el “corta pescuezos”, que detesta
a los nostálgicos de la monarquía. La “verdad” en cada personaje, sin
considerar el nombre que se le dé, está ligada a una fe que debe ser defendida
contra los otros. Sin embargo, dicha “fe” tiene otros aspectos que resulta
reveladores a partir de la narración de Vargas Llosa.
Un rasgo importante de esa fe o
creencia excluyente que desencadena el fanatismo es su “cerrazón” pues no
admite dudas y que nos lleva a sacrificar todo, hasta la propia vida, por
mantener inconmovible una certeza. La verdad no es aquí apertura o
descubrimiento, sino la fuente de mi poder, la certeza de que lo que hago según
ella es lo único auténtico, real, veraz, justo e indubitable:
—Tú eres Pajeú —preguntó, por
fin.
—Soy —asintió el hombre.
Aristarco permanecía tras él, como una estatua.
—Has hecho tantos estragos en
esta tierra como la sequía —dijo el Barón. Con tus robos, tus matanzas, tus
pillajes.
—Fueron otros tiempos —repuso
Pajeú, sin resentimiento, con una recóndita conmiseración—. En mi vida hay
pecados de los que tendré que dar cuenta. Ahora ya no sirvo al Can sino al
Padre.
El Barón reconoció ese tono: era
el de los predicadores capuchinos de las Santas misiones, el de los santones
ambulantes que llegaban a Monte Santo, el de Moreira César, el de Galileo Gall.
El tono de la seguridad absoluta, pensó, el de los que nunca dudan. Y por
primera vez, sintió curiosidad por oír al Consejero, ese sujeto capaz de
convertir a un truhán en un fanático. (Pág. 237-238).
¿Debemos temer a los estragos que
produce el fanatismo, a los hombres que ostentan la verdad absoluta y quieren
“convencer” a los otros de que la realidad no puede concebirse de otra manera?
La respuesta, obvia y necesaria, es sí. ¿O tal vez existe alguna forma
“benigna” de fanatismo?
En el 2012 pude asistir a una
coloquio titulado “Literatura, poder y libertad” en la Universidad de Lima y el
invitado principal fue MVLL. Sin considerar las numerosas ideas y afirmaciones
del Premio Nobel sobre la política y la libertad, las dictaduras
latinoamericanas y la literatura como manifestación de anhelos e
insatisfacciones, quedó en mí una apreciación muy suya sobre este tema que,
como revela su novela, ha marcado con sangre y fuego la historia de la
humanidad. Abordó esta pasión humana del fanatismo, pero no se trataba del
fanatismo político donde un grupo humano o un individuo posee un proyecto
político de felicidad y que, en su intento de hacerlo real, termina violentando
a los que en un principio quieren liberar —recuerdo aún la novela de un
escritor que admira y enseña MVLL: El siglo de las luces de Carpentier, donde
el protagonista, Víctor Hughes, desea expandir los ideales de la Revolución
francesa en el Caribe y proclamar la libertad de los esclavos, pero termina
guillotinándolos por desobedecerlo—. Tampoco se trata del fanatismo religioso
(de corte cristiano, judío, musulmán o del que sea) que busca seguir las
verdades sagradas dictadas por “Dios” con la promesa de salvación y que lleva a
la destrucción de los que no comparten sus creencias o fe: herejes, ateos,
cismáticos, paganos, bárbaros, etc. Vargas llosa se refirió al fanatismo
artístico que, al final de cuentas y en contraposición con otras formas de
fanatismo, termina violentando exclusivamente al artista y no a sus semejantes,
en ese afán de crear perfección. El artista no quiere imponer o construir
alguna forma de “mundo feliz” o “perfección social” para todos, sin que lo
quieran o no, tenga o no la misma religión o ideología. El escritor, pintor o
músico quiere crear perfección, pero sólo es él la víctima de sus obsesiones y
frustraciones. Es la víctima y victimario del ideal de belleza o perfección que
se ha impuesto para sí y que debe obedecer para creer en sí mismo y en su
propia concepción de felicidad. Los otros no son víctimas de lo que considero
correcto, bello, armonioso, feliz o perfecto en términos estéticos.
Tenemos mucho que decir sobre
nuestra condición humana, sobre el fanatismo como una pasión inherente o
“desligable” de nosotros. La guerra del
fin del mundo es una muestra de ese anhelo de perfección en la narrativa de
Vargas Llosa y que deja constancia de lo múltiple y semejantes que somos.
“Yo siempre sentí, al escribir,
que en un momento dado hay que matar la historia, porque si no la historia
continuaría indefinidamente. Y al mismo tiempo creo que toda historia trata de
llegar a esa especie de ideal que es la
novela total. Donde yo creo que he llegado más lejos en eso es en La guerra del
fin del mundo, sin ninguna duda.” (MVLL)
Álex Romero Meza