Mi madre, con sus grandes ojos que me dan paciencia de pradera, me ha pedido que no coma, que deje de crecer porque mi felicidad, en la etapa maravillosa de mi juventud, sólo se puede llamar pequeñez e insignificancia, el no distinguirme. No puedo explicármelo, ¿acaso los padres no son felices de ver a sus hijos jugar con libertad y alegría, saltando y corriendo por los campos, mirando el cielo y la tierra como invitándolos a alegrarse también? ¿Acaso no aspiran a que ellos sean sanos y viriles, digna expresión de la naturaleza amada? No lo entiendo, en verdad que no puedo explicármelo.
Mi abuela, la última matriarca de estos lugares, me ha contado, con ojos nostálgicos de verde azul, del linaje del que provengo, notable por la fuerza de su espíritu, el coraje de su fuerza y su alma. Yo quiero ser digno de tal estirpe. Mi padre lo fue, mi abuelo también, yo no puedo dejar de serlo.
A la luz incierta del crepúsculo, cuando la devoción por mi destino me llena de deseos de vivir, veo a mi madre que se acerca y a mi querida abuela que se aleja haciendo círculos imaginarios en el cielo y la tierra. Me ha rogado nuevamente que no coma, que el metabolismo de mi cuerpo sea mínimo, a pesar de que la sensación de hambre no ha desaparecido en mí.
No lo entiendo y no lo quiero entender.
¿Cómo ignorar los relatos de nuestra raza privilegiada, la certeza de un destino escrito hace mucho tiempo atrás…, la senda de la verdadera dicha? La felicidad sólo puede residir en el despliegue de mi propio ser, en el momento maravilloso en que la potencia vital de mi existencia se manifieste en un acto real en el mundo, en el instante ideal en el que pueda ser lo que ya soy.
Mi espíritu juvenil me impide obedecerla, y como y corro por todos los lugares que me sean posibles y agradables, gozando con la fortaleza de mis músculos y lo delicioso de sentirme envuelto por menuditas gotas de sudor por todo el cuerpo. Mi madre, al verme feliz, se muestra resignada…, y sale a mirar el crepúsculo, tal vez recordando a mi padre, a mi valeroso y fuerte padre que desapareció un día de octubre, el mismo día en que yo nací…
Porque es octubre la fecha indeleble que iba a trazar en nuestras almas un destino común, a pesar de no habernos conocido nunca. Tendría que alejarme, al igual que él, del lugar donde crecí.
Abandoné mi mundo en el vértigo de una vida breve, pero no por propia voluntad.
Aparecí de pronto, como en un sueño, en medio de una gran multitud que me envolvía en un murmullo estremecedor y confuso para mis oídos. Apareció simultáneamente un hombre vestido de vivos colores y adornos dorados que empezó a dar vueltas en torno a mí saludando a la gente.
Luego se acercó y me mostró una brillante y larga espada...
¿Por qué dirán que a nosotros nos obsesiona el color cárdeno de la muerte si ella —en la vida propia y ajena— se insinúa también con otros matices…, desde el blanco celestial hasta un morado de resignación?
***
Terminada la faena, el torero muestra orgulloso la oreja de un hermoso y bravo ejemplar mientras el público lo saluda arrojándole flores y vivas con encendido entusiasmo, dando así por concluida una fecha más a este mes de celebraciones.
Un gran espectáculo en honor a la sagrada imagen del Señor de los Milagros.
Lima, 15 de octubre del 2003